[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

26.4.11

Aves para un voraz [capítulo tres]

tres

Acompañado de una antorcha, sus botas pisaron un fango en el umbral de la gran puerta. Tenía las manos ocupadas con una bolsa de zanahorias por lo que sólo pudo saludar con la cabeza al hombre de Rojo que le abrió. Adentro, el camino era igual de conocido al del bosque, transitable de ojos vendados. Rej pasó por todos los controles, escoltado por otro Rojo, antes de llegar a la celda que buscaba en un piso subterráneo. Ya frente a la celda V/Cuatro, no esperó a estar adentro para empezar a saludar a voz en cuello.

¡Maaaaax!

Del otro lado, un anciano bastante arrugado abría con esfuerzo sus ojos para ver quién estaba visitándolo. Al ver a Rej mal iluminado por la luz de fuego del pasillo, se asustó tanto de no saber quién era que cogió uno de sus libros en la cabecera de la cama y lo lanzó a la figura desconocida.

¡Calma, Max, te traigo noticias! Soy Rej.

Max se calmó aguzando la vista. El Hombre de Rojo abrió la celda y dejó pasar al muchacho, quien sonreía socarronamente al viejo asustado.

¿Por qué no avisaste que venías? —dijo Max con una mano en su pecho—. He tenido malas noches últimamente. ¿Qué huele tan mal?

Traje zanahorias, no las lavé, perdonarás.

Max hizo una cara de asco y cogió la bolsa para ponerla en un rincón.

¿A qué vienes? —dijo Max un poco incómodo—. Ni siquiera me arreglé hoy.

A saludar —dijo Rej—. Y a dar buenas noticias. Hoy volví al bosque. Te tendré un regalo pronto.

Bah, sabes que no estoy para rodeos, suéltalo.

Bueno, ¿recuerdas el petirrojo de la vez pasada?

¿El muerto? — preguntó Max peinándose ante un espejo en su pared.

Sí, una lástima tener que matarlo. Las plumas se endurecen cuando se mueren. En verdad valía más la pena conocerla bajo las ramas.

No me pareció tan mal. Y nunca te agradecí traerlo, a pesar de los controles. Bueno, ¿qué pasa con él?

Pues —dijo Rej, mirando con precaución hacia el pasillo—, que no se acerca a lo que vendrá. Y ya hallé la forma de traer uno vivo. No me preguntes cómo…

Bah, no te entiendo —dijo Max parándose con esfuerzo hacia el lavamanos de su celda, donde empezó a mojarse la cara—. Tampoco pido que me traigas nada. Es un muy amable de tu parte, pero te arriesgas con todas estas cosas. Para mí no son buenas noticias cada vez que sales de los límites permitidos, va a estar muy grave si te cogen.

Calma, calma, Max —dijo Rej sonriendo de nuevo—. Tus malas noches son culpa tuya, te preocupas demasiado. He aprendido a moverme con agilidad y me conozco todos los puntos vigilados. Eso lo he aprendido de los pájaros.

¿Qué?

Pues a tener rutas de escape. Las aves tienen como un radar a su alrededor, saben notar los peligros y a evadirlos sabiamente. Sus alas son más que para ver el mundo desde arriba, les salva la vida. De esas necesitas tú, a ver si un día sales de aquí…

Sabes que esas se me cayeron hace mucho —dijo el viejo mirando al suelo, suspirando.

Esa es la base de todo esto —dijo Rej sonriendo al techo con un secreto en la boca.

Max lo miró un momento. Abrió los ojos.

¿Qué me escondes, Rej? —preguntó el viejo sentándose en su cama—. Dime la verdad sobre todos estos pájaros que traes.

Ya te lo he dicho, deja que pasen unos días. No estoy jugando contigo.

Nunca te creí, aunque no te dije nada porque me parecía un buen gesto. Después de tantos años encerrado, volver a ver animales, volver a ver pájaros, me hace recordar el mundo. Aquí adentro mis credos no sobrepasan estos muros, tú lo sabes. Creo que ya se me olvidó el Sol, también. Hace mucho tiempo él se dejaba ver por mucho más tiempo. Hoy sólo es un fósforo.

Ja, si vieras que afuera la gente malgasta la única hora del día que vale la pena. Max, ¿no ves a los pájaros como el Sol mismo? Ellos le cantan en la Hora del Fuego, es el único momento en que el bosque deja de ser sólo viento y ramas. Una vez pasé la noche en el bosque, te conté, no fue tan agradable como esperaba.

Sí, me contaste –dijo el viejo recostándose, le dolía mucho su espalda—. Pero no hablo del bosque o de los pájaros. No creo aguantar mucho más tiempo, Rej, hace varios años que empecé a odiar mis propios descubrimientos.

¿A qué te refieres? —preguntó Rej jugando con sus dedos en el aire.

Yo fui científico, bien lo sabes. Me encerraron cuando decidieron mandar al carajo las investigaciones y los laboratorios y empezar a reorganizar socialmente al mundo. Jamás la ciencia había sido tan odiada después de los grandes bombardeos. Aunque ustedes no saben eso, esa parte de la historia también está prohibida.

¿Nosotros quiénes? —preguntó Rej frunciendo el ceño.

La juventud. Ni siquiera los que ya son adultos. Ni siquiera los viejos.

¿Entonces cómo la sabes tú?

He vivido más de lo que crees, Rej. Yo ya tenía sesenta años cuando el mundo se llenó de bombas y tiranías.

No me subestimes, viejo, yo me conozco la historia de los bombardeos, recuerda que tengo un primo en el gobierno. Pero todo eso es un mito, es como de esas cosas que nos cuentan de niños para asustarnos y controlarnos mientras nos volvemos grandes.

No me subestimes tú, insolente —dijo Max, verdaderamente ofendido—. Yo te cuento la historia porque la viví, los pocos que llegan a conocerla lo hacen de oídas, ni siquiera leyendo porque todo lo que se llegó a escribir, lo quemaron. Hace mucho no hablaba de esto. No hay mucha gente que me visite. De hecho, eres al único que he visto en varios años.

¿Y Karla? —dijo Rej sorprendido.

Karla no viene nunca. Me odia. Mándale saludos míos, si la ves.

Rej calló por unos momentos, pensativo.

Hace un tiempo que tampoco la veo —dijo Rej—. Creo que la enviaron a un cultivo en Bardea. ¿Cuántos años tienes, Max? Me asusta un poco lo de los bombardeos, pensé que habían acabado con la mitad del mundo hace cientos de años.

Mi edad no vale nada. Estos siglos han sido todo un verdadero suplicio para mí…

El muchacho lo miró confundido. Sus dedos estaban tiesos en el aire esperando cuadrar todo en su cabeza.

No sé ni siquiera por qué te confío estas cosas…

¿Y te molesta? Entonces cuéntasela a tus libros, Max. Nos veremos la otra semana.

Rej se levantó ofendido hacia la reja y la golpeó con un botón de su overol para llamar al Rojo.

— No me molesta, no exageres —dijo Max exasperado—. El tiempo ha hecho que conversar para mí se torne siempre en una secuencia de precauciones.

¿Por qué te encerraron, Max? Yo tampoco creí tu historia cuando me la contaste hace mucho.

Max miró al muchacho con mucha vergüenza. Recostado en su cama, le dio la espalda y escondió su cabeza entre sus brazos. Tras un breve silencio, Rej se acercó a la cama.

— Los pájaros son el Sol, Max. Nos vemos en unos días. Tampoco avisaré.

Afuera frente a la cárcel, Rej encendió su antorcha para guiarse. La noche seguiría tragándose todo unas horas más.

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