[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

29.7.09

Con-fabulación melosa. Ugh...

Una vez, un pato pateó una pelota junto al lago. El pato vio cómo la pelota voló y al caer hizo esplash. Quedó flotando a unos metros de la orilla y el pato pensó: "Yo puedo nadar, simplemente entraré al agua, iré hasta la pelota y la traeré con mi pico de vuelta hasta aquí."

Apenas el pato entró al agua, el invierno cayó y su plumaje inferior y patas se congelaron dentro del agua. El pato murió de hipotermia y la pelota, cuando llegó la primavera, se arrepintió de haberse metido al agua hacía dos meses.

Moraleja: Si algo importante se aleja de ti y arriesgadamente lo sigues, piensa primero si vale verdaderamente la pena.


26.7.09

El cruce.

Salía trotando cada mañana y nunca aminoraba la marcha estando helada la calzada.

Ya que perros habían muerto cuatro, esposas dos, hijos habían partido pronto y enfermeras para qué, salía a trotar luego de tomar jugo de naranja en solitario sentado a la mesa. Siempre contaba los sorbos y había tantos sorbos como pérdidas en sus años previos. Este réquiem cítrico era diario y le resultaba paradójico que nadie le hiciera uno a él en unos años, cuando ya nadie cortara ni su pelo ni sus uñas y la piel se le descascarase despidiendo olores nada parecidos a la naranja.

El ritmo cardíaco no lo medía. Le preocupaba más el estado muscular de las piernas y lo recto que llevara la espalda. No solía cargar nunca bolso o canguro, igual sólo iba con las llaves de la casa y los papeles. Cada trote era respirar más hondo, acomodarse la gorra ante el sol que para entonces ni había salido, estar alerta a cualquier conductor soñoliento en los cruces, pensar en el desenlace del libro que había dejado abierto y bocabajo en el piso de su cuarto anoche: <<¿Pero por qué no sale de ahí y deja de perder el tiempo, qué no se da cuenta de que ahí no hay nada? Aj, Clarice tonta, si no te apuras la chica morirá...>>. El hombre inhalaba y exhalaba, y hacía el esfuerzo por no devolverse y sucumbir a las últimas treinta páginas.

Semáforo peatonal en rojo, parada obligatoria en la esquina y paciencia hasta que cambie y los carros paren. El cuerpo no debía perder el impulso, por eso él seguía trotando en su puesto hasta que el muñeco rojo se apagara, uno dos, uno dos, inhala exhala, inhala exhala. Al otro lado, un gato quieto. Carros que no pitaban pero sí mugían pasaban como espectros maquinados. Al otro lado, todavía, un gato. Ya no quieto, ahora erizado y alerta. Uno dos, seguía con el ritmo, no desaceleraba, no bajaba la constancia de mantener el cuerpo trabajando, un amago de calambre en la pantorrilla derecha, ya no, no era nada, uno dos, el aire seguía entrando y saliendo. Al otro lado, el muñeco verde apagado y un gato miraba rayado, menos erizado pero más alerta. Ahora sólo pasaban bicicletas y buses, no menos rápido que los carros pero con sonidos cada vez más agudos. Las bicicletas silbaban al pasar, el hombre seguía inhalando, botaba el aire por la boca, se cansaba cada vez más, no podía esperar a que el semáforo cambiara, debía arrancar ahora o se desmayaría en el punto con un gato por testigo, gatos pardos inmundos, por eso él había tenido sólo perros, cómo desearía un perro ahora, otra bicicleta que silba, el gato lo mira erizado de nuevo y ahora sí quieto, al menos el perro lo protegería de esos ojos rayados y ese aliento a animal sucio, animal de nadie, ni siquiera de sí mismo, esos ojos no son propios, inhala exhala, se habían muerto cuatro ya, el último por paro respiratorio, un bus más que pasa sin recoger a la señora peliteñida del paradero, <<¿se habrá dado cuenta ya de que no puede perder más tiempo o la chica morirá?>>, al otro lado, un gato quieto y erizado y alerta y nadie más cerca, el trote en el punto estaba cada vez más extenuante, sudor frío pasaba del cuello al pecho y se colaba todo el frío de la mañana ahí, un muñeco rojo que seguía encencido y recto, los mugidos inorgánicos eran más frecuentes y borrosos, una gorra que era acomodada de nuevo, un primer rayo de sol puro, el muñeco verde que fue forzado a encenderse por fin y el cuerpo del animal que, cruzando, cayó tendido en mitad de la cebra y ahora sí que estuvo quieto. Esa mirada y ese jadeo no eran suyos, no lo comprendió ni ahí bocabajo.

El borde de una página estaba doblado en esa posición tan incómoda. Aunque la chica sobrevivió, a diferencia.




(Fotografía: © ironiafelina)

22.7.09

P's.

Almorzando noto tras su hombro moreno la esfera que no lo es.

P. no se ha bañado aún, los orgasmos como que le han dado el impulso para cocinar. Como su creación y miro tras su hombro la esfera que no lo es. Minutos antes, echa en ella escamas multicolor que huelen a mar.

Una aleta sofocada, un nado sinfín, un boca que hace bababababababa lanzando burbujas inútiles que, en la superficie, no le dicen aquí afuera no es que mejore la cosa. La bailarina se detiene. Digo ha muerto en voz alta, a lo que P. responde mirando hacia donde yo miro. Sonríe y dice desde que la compré se hace la muerta para salir de la pecera. Ja jaja já.

Lleno mi cuchara y masticando me atraganto. P. se levanta rápido y me pregunta te traigo agua, estás bien, me toca la espalda y me la golpea pasito. Pasa la cosa. Se vuelve a sentar, le digo gracias, sólo fue un arroz. Sigo mirando la esfera que no lo es, babababababababa, hago un zoom imposible a las manchas de las escamas, babababababa, qué ingenuo es todo, un nado circular que debería marear pero sólo es el patetismo de querer salir. Burbujas, díganle la verdad, imploro en voz alta, a lo que P. hace cara de no entiendo. Señalo con la cabeza para que entienda, pero no voltea a mirar. La bailarina se sostiene en su aleta trasera, traga las escamas multicolor en un bababababa ensordecedor.

Me vuelvo a atragantar, toso como quien tiene muchos años. Enseguida, P. se para y me da un largo beso en la garganta, no un beso de lengua, ni lascivo ni ven aquí, quiero sentirte cerca y te beso en el cuello porque así me trago lo que no dices, tan sólo un garganta, gargantica, traga bien, ten paciencia, come despacio para poder besar más tarde lo que llaman labios y lengua y dientes. Garganta, no te estropees, sabrá el de arriba qué no te permite concentrar en lo que comes.

Me calmo, ya pasó el otro arroz. Se vuelve a sentar, P. me alarga un vaso con agua y simplemente digo ha muerto. P. no sonríe, me mira con asco, dice coma, coma, coma, que por hablar es que se mueren los sapos. No paro de ver la esfera no esférica, de nuevo el nado circular interminable y las burbujas sádicas que no develan la verdad: aquí morirás, pez infeliz, afuera no es mejor la vida y no hay agua que respirar, adentro sólo estás tú por mucho que busques a tu alrededor y los reflejos en el vidrio son sólo reflejos de cómo te ves, así desesperada y todo. Me hastío y grito pegándole a la mesa sáquela de ahí, P. No se molesta en darse vuelta y ver a qué me refiero, pero sobre su hombro moreno la pecera gime y tiembla.

Es así. No hablamos estando sin ropa más que para sofocar nuestras preocupaciones. Comimos antes de comer, grave error. Ahora vomitaré doble, viendo un Pez comer ingenuamente, con sadismo a su alrededor y deseos de verle sufrir.

Ya no es su hombro, es su cara escamada y morena. Estaba delicioso, gracias.

15.7.09

Bang.

Oigo un disparo a mitad de la noche.

Mientras hablo por Internet con un par de amigos y molestos desconocidos, un bang cercano y con un eco tenebroso irrumpen de repente en el silencio del barrio en el que vivo. Soy el único idiota que asoma la cabeza por la ventana de un cuarto que tiene la luz prendida, como si quisiera atraer algún disparo subsecuente, llamar a la Muerte por curioso. Miro a todos lados, sólo veo muchas ventanas desiertas, las calles igual, nadie corre, nadie grita, lo que oí fue un disparo, eso nadie me lo niega. Es mitad de la noche y la calle está igual de negra a todas las noches.

Miro bajo mi nariz, ocho pisos abajo está Raulito, el portero más amable del mundo, sacando las canecas de basura del garaje del edificio. No corre, no se asusta, sigue calmo como es siempre. Me pregunto si su estado indiferente se debe a que fue él quien provocó el bang, pero Raulito es prudente y alerta, incluso habiendo disparado seguiría atento o estaría agitado. Deja una caneca alineada junto a otras cuatro y entra al edificio por la puerta del garaje, pensando en el frío que le espera en la madrugada por estar el cielo despejado, se le nota en el caminado, piensa en eso siempre.

Alguien me habla en el chat, pregunta que por qué no le respondo. Sigo en la ventana, esperando bien sea otro bang u otro par de ojos en otra ventana buscando lo mismo que yo.
Nada pasa, pero la Muerte me toca el hombro: sigo sentado frente al computador.

13.7.09

Nota sobre "Lo rojo".

[Acabé mi corto hace unas semanas, y haciendo el pressbook escribí esto que merece ser publicado en esto, mi solaz.]

Esta nota no tiene un fin explicativo, más bien sí uno expresivo. Expresaré lo que me llevó a un proceso arduo y, por contraste, regocijante. Mi abuela paterna está perdiendo la vista a pesar de que su memoria no se arruga. Recuerda fechas de nacimientos, de partidas, de vivencias, de matrimonios y divorcios y ‘enviudamientos’, de aquellas cosas que podía hacer y ya no. Números de teléfono, nombres completos, parentelas y descendencia hasta el vigésimo grado, y así. Memoria fotográfica, numérica, vivencial, intrigante. Días antes de intrigarme por su envidiable condición, actué junto a Margalida Castro en Pepas de Manzana, un cortometraje sobre una anciana senil y su desarraigo lento de la noción y de la memoria. Marga hacía de la anciana, yo era uno de sus nietos. Era una sola escena y, como había que hacer varios tiros de cámara, mientras cuadraban fotografía y sonido charlábamos de todo y de nada. Margalida es una persona muy conversadora, le agradezco por ser una perfecta excusa para no aburrirse uno, es genial y reconfortante hablar con ella, o cuanto menos, escucharla hablar. Por alguna azarosa razón llegamos a Cortázar, mi escritor favorito, y luego de muchas preguntas, opiniones y consideraciones, la escena se terminó. Cobré y ya estaba a punto de irme, cuando Marga me entabló una conversación. No recuerdo puntualmente sobre qué fue, pero al término de ella estaba anotando su número en mi celular y viceversa. Se maravilló conmigo y, al saber que yo estudiaba cine, me dijo palabras corteses que me tomé muy a pecho: “me encantaría trabajar algún día en algo tuyo”. A las dos semanas la estaba llamando para que me protagonizara lo que hoy es Lo Rojo. Le mandé el guión (como me lo pidió) y, en sus palabras, la conmovió. Aceptó sin condiciones, para mi fortuna: era la única persona que consideré para el papel, lo escribí pensando en ella y en mí como dos personas interdependientes. Pensé en una ventana. Escribí un esbozo al que titulé Generacional, pero me di cuenta de que no funcionaba. Lo reformé. Tenía que adecuarme a una locación, pues el set debía ser una sala con una gran ventana. La de mi casa estaba bien, pero el ambiente no era tan de abuela como yo quería, había que hacer un trabajo extenuante de arte y no tenía yo tanto presupuesto. Pensé en mi abuela paterna, quien vive en Chapinero y me decidí en pedirle prestada su sala por un día. Ella vive sólo con dos mujeres que la atienden, pero se la pasa todo el día mirando (o haciendo el esfuerzo de mirar) por la ventana de su cuarto. Eso noté en cuanto entré a su cuarto el día del scouting y la encontré en esas circunstancias rezando el rosario. Cuando acabó, me dio el visto bueno de filmar allá. Repasé, con más minucia esta vez, la sala de su apartamento. Era perfecto. Era como si, inconscientemente, el guión lo hubiera escrito pensando en esos sillones y esa ventana y esa sala. Volví a su cuarto para sentarme a su lado y leer un rato ahí. La miraba callado y, como si no pasara nada, llegué a la revelación de que era a mi abuela a quien interpretaría Margalida. Mi abuela no desvaría tanto como el personaje, pero la memoria es lo que las mantiene vivas y concordando en eso concordarán lo suficiente. Reformé el guión de nuevo por la locación y por las nuevas luces sobre mi abuela, y ahí sí lo envié a Marga.

Luego de pedir colaboración gratuita a diestra y siniestra, el día de la filmación terminamos siendo sólo el camarógrafo, el script boy, Margalida y yo en el set grabando con un solo equipo: la cámara. Ni luces, ni micrófonos externos, ni grip. No fue mucho lo que hubo que mover en la sala, de hecho lo que se ve en la película es completamente auténtico, así vive mi abuela, así es su ventana, sus pinturas, su mesa del comedor con sus sillas de terciopelo verde moco. Empezamos a grabar según el plan de rodaje, pasando penas por el infortunio de estar grabando en una ventana que da a la Calle 53 abajo de la Av. Caracas, lo cual implicaba pitos, sirenas, alaridos de vendedores y campanas de carros heladeros que se colaban cada nada en el micrófono de la cámara (de esos que, como dice Marga, “cogen hasta un pensamiento”), lo que significaba tener que esperar a que el semáforo estuviera en rojo (y dale con el color) y el tráfico parara para poder grabar de nuevo los parlamentos. Por fin, acabamos una hora antes de lo estipulado. En el descanso del almuerzo, traje a la sala-comedor a mi abuelita Sofía, cómo no. Conoció a mi equipo (tres personas son equipo, no importa lo que diga el que piense que no es así) y, habiendo comido, la llevé a su cuarto de nuevo haciendo escala en el baño y retorné a la sala con su bastón (ah, porque el bastón me lo prestó ella; me faltó poner en los créditos: “Utilería: Sofía Cortés”.) Margalida hablaba, mientras yo cuadraba un plano, sobre el cómo yo retrataba la memoria en una mujer vieja. Nos miramos. Cayó en la cuenta ahí, confirmándoselo yo luego, de que su personaje no lo había inventado yo: existía.

Creo que más que un ejercicio de cine fue sobre mi percepción de familia y del dolor luego de los años y lo que eso implica. Concluí que el dolor no se sopesa con el tiempo sino con paciencia y de eso mi abuela tiene mucho.


Le agradezco a Dann, a Sebas, a Marga y a mi abuela por este hijo que, si no ha de ser el mejor, aunque sea fue el menor y el más consentido.