[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

30.4.11

Aves para un voraz [capítulo seis]

seis

Perdido entre los personajes y el castillo, el frío no lo perturbaba. Aunque las antorchas del pasillo siempre causaban un ambiente tibio en medio de la hosquedad del aire, el frío calaba los músculos de los demás presos. Max, sin embargo, nunca tiritaba leyendo. En la celda de al lado, unos gritos que venían desde el día anterior interrumpían su lectura con frecuencia, pero el castillo lo inundaba de nuevo en dos líneas, nada era tan libre como ese viaje de papel, ni el olor a zanahorias podridas que venía desde un rincón, ni su espejo ahora roto gracias a los malentendidos, ni su techo de grietas que nunca le respondía reclamos. Unos sonidos en el pasillo desviaron su atención por un segundo mientras el personaje del libro tomaba un sorbo de algo llamado ‘vino’. Era un sonido de llaves; unos pasos que conocía, también. Pasos de botas.

El Rojo golpeó un barrote de metal y presentó la visita. Sin esperar alguna autorización, dejó entrar a un muchacho rubio con una mirada penetrante y distinta a la que el viejo conocía. Sonreía con demasiada alegría y rebosaba de entusiasmo en sus gestos. Esa sonrisa también la conocía, muy bien al parecer.

¿Qué me escond--?

El viejo entrecortó las palabras en el abrazo envolvente que le dio el muchacho y simplemente respondió de la misma forma.

— Te traigo el Sol, Max, encapsulado—dijo Rej emocionado, mirándolo a los ojos.

El viejo puso ojos confusos y simplemente golpeó amistosamente el pecho del otro.

— Deja para otro día las figuras y dime qué es lo que no me cuentas, sabihondo.

Rej sonrió sin mostrar los dientes y se aseguró de que nadie fuera de la celda estuviera viendo. Sentó al viejo en la cama y se levantó su camiseta blanca. Los ojos de Max siguieron confusos pero estaban ahora más perturbados. Quitó la mirada.

— Dime que ese pájaro no es de verdad —dijo el viejo, obviando por un momento el hecho de que una jaula estuviera incrustada en el cuerpo de su amigo.

— No gorjea porque yo lo controlo. Y está vivo, te dije que se podía.

— Estás loco, Rej —dijo el viejo en un bufido y evitando a toda costa volver a mirar ese estómago–. Por favor… si no te encierran por los pájaros, te quemarán por enfermo. En serio, hasta yo estoy preocupado por…

Dejando la frase inacabada, el viejo se cubrió los ojos con los dedos antes de empezar a llorar. Rej se sentó a su lado cubriendo de nuevo su vientre y poniendo su brazo alrededor de los hombros del otro.

— Y qué más da estar loco si es para ser libre. ¿No quisieras estar loco como yo? Podría ser una ventaja para ti, un hombre encerrado por tanto tiempo como dices…

El viejo quitó sus manos para ver a la cara a Rej y preguntarle de nuevo:

— ¿Qué es lo que no me cuentas, Rej? Dímelo enseguida, bastante oprobio he visto en el mundo como para tener que lidiar con tus ideas sin contexto… Tú no estás bien, yo…

— Cállate —interrumpió Rej sin sonreír—. No estar bien es algo positivo. Si yo ‘estuviera bien’, tendría que estar alimentándome de posiciones vasija cada vez que sale el Sol. Lo único que haría para acomodarme socialmente sería trabajar en los cultivos, pero eso no me motiva más que lo que perdimos por ambiciosos. Me llené de una sola ambición todas estas semanas sólo para que al final no tuviera que tener ninguna otra, ni por voluntad ni por reacción. Ya me he dado cuenta de que la ambición sólo constituye el pilar de la guerra y la condena autoinfligida de vivir como ciegos si no fuera por las antorchas que nos dibujan el mundo cuando es de noche. Condenados a sólo poder ver sin artefactos durante una hora al día sí es algo que yo me cuestiono, no como la masa que lo toma como un milagro al cual le hace tributos. Es un castigo. Vivir así, eso sí que es estar loco, Max.

El viejo no lo miraba pero ya había calmado sus lágrimas.

— La ambición me condenó a mí a esto, Rej. Qué bueno que te des cuenta de sus alcances, pero…

— Crees que no sé tu verdadera historia, Max, pero Karla me la contó. Y cuando me dijiste que aborrecías tus descubrimientos, sé a qué te referías. Pero mira que el castigo vino después, tú no podrías haberlo sabido de antemano. Es fútil culparte; no eres del todo victimario como crees. Estar en la capacidad de vivir eternamente era un sueño muy provechoso en la era antes de los bombardeos; en tu era. De verdad valía la pena apostarle a la inmortalidad. Y si en el camino hacia ella terminaste provocando una guerra sin precedentes, Karla y yo sabemos que no era tu meta. Que fuera de ti había un conflicto político de intereses que desencadenó en una tiranía genocida. Eras un instrumento de las ciencias, de tu gobierno, de tus superiores. Estabas en la mitad de la jerarquía, debías seguir órdenes de La Cúpula…

— ¡No! No… yo pude haberme negado.

— Serías huesos hoy, te habrían desaparecido.

— Tú mismo lo dices, Rej, ¡me falta osadía, locura! Y me faltó esa vez… de qué me servía acceder si era un esclavo más moviendo el engranaje del fin del mundo. ¡Entiende eso, Rej! Casi todo lo tangible desaparece sólo porque no me negué a--

— Si te hubieras negado alguien más lo hubiera hecho, no te--

— ¡No, no, no! Yo pude haberlo parado, pude haber destruido las fórmulas, incendiado el laboratorio, yo poseía la única cantidad existente del explosivo que casi pulveriza la Tierra. Me la habían confiado y sabía cómo neutralizarla antes de que la usaran… ¡AAAH! De sólo recordarlo no sé ni cómo percibirme, me odio, Rej, es más que en serio, saber que esto no tiene fin, saber que--

—Max… —interrumpió sosegadoramente Rej— Tenías que acceder. Tenías que seguir vivo para contar esta historia luego, como ahora. Esta época ha derivado de todos los cambios organizacionales que se dieron luego de los bombardeos. Las religiones prácticamente se adjudicaron la razón y los partidos políticos sólo prometieron ciudades esterilizadas. La alienación fue inevitable, siempre lo fue, no podías haber--

— Rej, por favor —dijo el viejo sollozando de nuevo—, vete ya, esto es torturante.

— ¡No, Max! No te voy a dejar… El mundo necesita tu historia, por eso no te dejan ni siquiera ver el Sol… porque saben que si no puedes morir deben aislarte de cualquier modo.

— ¡Pero eso no tiene sentido! Me habrían enviado a una isla cercada, ni siquiera te dejarían entrar a ti…

— Max… ¿recuerdas a mi primo del gobierno? Pues no existe. Mi primo soy yo. Soy el que está allí metido aprovechándome de los privilegios corruptos. Nada que el clientelismo no pueda hacer. Trabajo detrás de la cortina, no soy personaje público. Pero parte de la planeación de Merton está a mi cargo, es como…

— ¿Y Karla? ¿Cómo la dejaban entrar a ella, entonces?

Sorprendido por la pregunta tan abrupta, Rej guardó silencio por un momento.

— Tenían un acuerdo que ella… luego incumplió.

Los ojos de Max se llenaron de un miedo que lo hizo levantarse y recorrer su celda. Los jadeos aparecieron en su garganta.

— La mataron, ¿cierto? —dijo el viejo entre sollozos.

Rej miró al suelo sin responder. Max rompió a llorar como nunca antes Rej lo había visto, y abrió la boca pero no dijo nada, cualquier frase sería palabrería. Escogió el silencio mientras Max ahogaba su tristeza junto al lavamanos. Una patada envió los libros de una pila al suelo y un puñetazo tumbó el trozo de espejo que aún pendía de la pared. La ira y la desolación se mezclaban para convertir el aire frío de la celda en un desierto nevado. Rej empezó a ordenar en su cabeza las siguientes oraciones, el tiempo no era eterno y la charla ya se le había salido de las manos.

— Max, no planeaba contártelo. Pero necesito que te levantes y me escuches…

— Vete, Rej, por favor. Es la primera vez en mucho tiempo que de verdad ansío estar completamente solo. He vivido solo toda esta condena, déjame seguir así y no vuelvas. Por favor…

Rej vio todo hundirse ante sus ojos. Con la boca abierta, sólo se le ocurrió acercarse de nuevo a su amigo al otro lado del salón.

— Max… Max, mírame. Mírame.

El viejo se hacía ovillo en el suelo de la celda y cubría su cara con sus brazos.

— Max, Max, amigo, sigue conmigo… ¡Max! —gritó Rej con verdadera imponencia. El viejo lo miró con unos ojos enrojecidos y opacos—. Karla no fue la primera ni la más reciente. Te lo digo porque te necesito. No se vale ‘estar bien’. No ahora estando todo como está. El mundo está ciego y sólo el fuego lo puede salvar. Un fuego con alas, un Sol que lo haga volar, despegar. Ser libre. Ningún gobierno tiene porqué esconder la Luz. Vivimos en la oscuridad la mayoría del día como para conformarnos con esta tiranía ideológica. ¿Me ayudarás a quitarle los velos sucios y a dejar que Qaidria vea esa Luz de una buena vez?

— ¿Cómo se supone que eso pasará? En definitiva estás loco. Eres joven y obstinado. Ambicioso. El mundo no nos necesita.

— ¡Abre los ojos, Max! ¡No te enceguezcas también! Escucha lo que te digo. Exponiéndole al mundo tu historia, las cosas podrán cambiar. No hablo de cortos plazos, pero se debe empezar con la primera piedra. Dicen que las historias no cambian al mundo pero el mundo mismo ha cambiado la Historia. Hay que revertirlo.

— ¿Y eso cómo va a pasar, si según lo que me dices soy un aislado? No saldré de aquí nunca, ¡no hay modo alguno!

Rej tejió una sonrisa triunfal en su cara una vez más. Se aseguró de nuevo de que no hubiera guardias en el pasillo y levantó ante Max su camiseta blanca. El ave dorada seguía allí, enmudecida tras los barrotes.

— Esto no es un animal, Max. Esto es el Sol que al mundo le hace falta y que lo alumbrará más de una hora al día.

— Todos somos animales, muchacho. Y ver a esa gota de vida ahí encerrada me recuerda a mí. Esto es absurdo, Rej…

— Qué imposible te haces, viejo. Te arrepientes por haber sumido al mundo en el infierno y ahora que puedes revertirlo rechazas la belleza de los absurdos.

Max no dijo nada y lo miró fijamente.

— Esto —dijo Rej mostrando al ave dorada— será primero tu libertad antes que cualquier cosa. Y cuando tú seas libre, el ave también lo será. Aunque la encerré sin su permiso, te juro que esto también le beneficia, Max. Allá afuera las matan por prejuicio y leyes.

— Utilitarista —dijo el viejo.

— Conformista —dijo Rej—. ¡Confía en mí! Sólo dame vía libre y te juro que saldrás de aquí hoy mismo.

— No te entiendo nada, Rej, ¡sé claro!

— ¡Está bien, está bien! —dijo el muchacho exasperado por la falta de concreción por ambas partes. Tomó un respiro y habló—. Si la tragas te dará alas, literalmente. Podrás volar y escabullirte. Me abrí el estómago para tener cómo sacarla luego y te la traje para que te escapes. Aj, yo sé que es mucha información inverosímil para asimilar en poco tiempo, Max, pero…

El muchacho miró al viejo a los ojos. No halló más palabras para justificarse. Su garganta se abarrotó de aire y nada más la llenó. La mirada del viejo no dejaba de aullar completa confusión.

Miró su reloj de cuarzo. La Hora del Fuego estaba aproximándose.

—Max —dijo el muchacho, implorante—. Si la tragas… Y sí, estoy loco porque te quiero libre, Max. Esta es… Tú eres… mi mayor ambición.

Max lo miró consternado, tartamudeando.

— ¿Te-- te--…?

El viejo no aguantó un ataque de risa. Ya su cara mostraba menos el dolor que había sentido minutos antes. Rej no entendía su reacción.

—Y si la trago —dijo el viejo—, ¿me deja enloquecer también?

Rej sonrió. No aguantó la risa y lo ayudó a levantarse del suelo. Se miraron fijamente por unos instantes y no ocultaron las ganas de abrazarse.

—¿Puedo asarla antes? —dijo el viejo en broma.

—Ja, no, no puedes. Ellá vivirá después de todo, lo prometo. Así tiene que ser. Tienes que… escúchame, Max, no queda mucho tiempo. Escúchame. Voy a abrir la jaula--

—¿Y la sacas y me la… me la como? —preguntó el viejo.

—Por ridículo que suene, sí. Cuando cuente tres, abriré la puerta y deberás meter la mano de inmediato para agarrarla. Una vez salga de mí, empezará a chillar y vendrán los Rojos, ya no la podré calmar. Tiene que ser algo sincronizado, Max, estoy hablando muy en serio. Una vez la tragues, no la mastiques, deja que vaya entera y, cuando ya esté adentro… sólo vuela hacia afuera. De inmediato sabrás cómo. En Merton está de noche ahora, pero sabrás encontrar el camino antes de que salga el Sol.

Max asintió aún absorto. Decidido a recuperar el aire exterior, cerró los ojos un momento y sonrió mirando a Rej.

—Eres un héroe, muchacho.

—No —dijo Rej decidido y mirando al techo—. Empezaré, ¿de acuerdo? —Max asintió concentrado—. Uno… —empezaron a oír ruidos en el pasillo; el viejo alistó su mano—. Dos… —Los dedos en la puertecita de la jaula y unas llaves que sonaban cerca. — Sólo habrá Sol para uno de los dos –murmuró el muchacho, sonriendo de nuevo en un estado de gracia—. ¡Tres!



La jaula vacía en el vientre y la noche que se volvía eterna en medio de sus ojos abiertos. Pero aunque su cuerpo yaciera en esa celda subterránea sin volver a tocar un árbol nunca, la Luz del Mundo era ahora libre. El Sol volvía a la Tierra, permanentemente.


***


ilustración: jsru, ©2009
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Aves para un voraz [capítulo cinco]

cinco

La nueva Hora del Fuego refulgía sobre Qaidria como si nunca la hubiera tocado. El Sol ahuyentó una vez más el frío de Merton pero no pudo hacer a un lado ese horror incierto que evocaban los eucaliptos.

Para cuando Rej cruzó el río, el Sol calentaba los fuertes vientos que lograban colarse por entre las ramas, despeinando su cabeza rubia y, detrás suyo, dentro de la jaula, el plumaje del búho marrón, quien se protegía agarrándose a una vara transversal que Rej había instalado. Aprovechando el gran ruido que producían las hojas secas que volaban por los aires y las ramas que se mecían pasivas ante la fuerza del ventarrón, el muchacho no escatimó esfuerzos en reforzar el sigilo en sus pasos y así pudo moverse más ágilmente por entre los árboles, donde ya empezaba a esbozarse el trino unificado.

Descargando la gran jaula de su espalda sobre el suelo, Rej observó por sus binoculares las copas de unos árboles cercanos. No logró distinguir gran cosa aunque oía aún a las aves cantar. Miró al búho sorprendido; el ave sólo miraba al suelo. Puso de nuevo las lentes en sus ojos y buscó detenidamente en cada rama y cada hoja allá arriba. Empezó entonces a bajar la altura de la vista y recorrió con algo de ansiedad cada rama y cada hoja otra vez. Por fin avistó un pájaro amarillo de cola un poco blanca. Dio un par de apacibles gorjeos al búho y abrió la puerta para dejarlo salir. Su mano en el aire acarició la cabeza con un gesto amigable. El búho ululó en voz baja y cerró sus párpados en señal de asentimiento. Cogiendo su caña de la pequeña jaula y colgándose de nuevo la grande, el muchacho se alejó con pasos cuidadosos mientras el búho se levantaba hacia las copas donde sus compañeras empezaban a disfrutar del baño de Sol.

Oculto tras un árbol altísimo, Rej miraba con frecuencia sobre su cabeza. El Sol a través de las ramas proyectaba en su cuerpo un entramado de sombras. Como una estocada, sintió un dolor agudo en su vientre que lo hizo desconcentrarse. Levantó su camiseta y vio la jaula desencajándose; un trozo de cera fría se había quebrado. Con mucho cuidado, la empujó de nuevo adentro y se mordió los labios para no gritar. Entonces, reloj, binóculos, otra vez reloj, otro árbol, binóculos, dolor, un pechinegro que llegaba junto a otros a cantar, otro árbol, cada vez más cerca, otro pechinegro, dolor, binóculos, otro árbol aun más cercano y otra vez dolor. Manejando su respiración, vio por los binóculos al búho marrón circundando un árbol de encino. Varias tángaras rojas lo rodeaban y elevaban sus cantos aun más alto. En medio del opus de los gorjeos, dulce y con luz propia, Rej se sumía cada vez más en su propia ambición. Siguió con los binóculos al búho y vio que se movía bastante hacia el norte, lo que hizo que tuviera que buscar otro árbol donde esconderse. Cada vez más ansioso, confiaba en que el búho le ayudaría a encontrar mucho más rápido esas mismas plumas doradas y esa misma frente blanca que lo hicieron palidecer la primera vez que las vio. Estaba obstinado en encontrarlo sin más preámbulos y sin ensayos previos, con una jaula presionando su estómago y un reloj, su conciencia. Se estaba haciendo tarde. Y en sus ojos, los árboles empezaron a desdibujarse.

Sudor en su cara. Se limpió con una muñeca y controló su respiración agitada. Tensionó sus ojos cerrados, luego los volvió a abrir. Esperó. Miró cómo las sombras de las ramas le golpeaban en un brazo y con la mano las palpó con mucho cuidado. Las empezó a recorrer con un dedo y de nuevo empezó a contar pájaros en su cabeza. La jaula presionaba su estómago. Respiraba a bocanadas, tensionó sus ojos cerrados y de nuevo los abrió. A su alrededor, el bosque dejó de contemplar el aire cálido y enardeció su horror escondido. El Sol seguía brillando y Rej sentía cada vez más en su piel un hálito de escabrosa frialdad. En la distancia, un chillido y unos aleteos abrumadores llenaron los vacíos. Tensionando su cuerpo una vez más y forzándose a seguir, Rej contó tres pájaros más en su cabeza antes de empezar a correr. Con la caña en su mano, fue más al norte tan veloz como pudo, abrió sus piernas al límite con cada zancada y se aproximó a un lugar donde los árboles crecían más juntos entre sí. Al llegar, serpenteó los troncos y avistó sin necesidad de binóculos cómo un océano de colores se extendía sobre las ramas varios metros arriba. Detuvo sorprendido su carrera ante el espectáculo que los pájaros alentaban con sus gorjeos como en un carnaval de sangre. Justo en la mitad del océano de aves se erigía un gran nido de pajas doradas, las cuales al sol parecía que dieran luz propia, y justo debajo del nido, a ras del suelo, el búho marrón cortaba en vano el aire con sus garras y frente a él, un ave dorada de frente blanca picoteaba a la defensiva mientras chillaba con vehemencia. Aunque el búho era más grande que la pequeña dorada, esta era más ágil y ciertamente más acertada en sus ataques. El muchacho atestiguaba con el aliento entrecortado. La batalla le recordó la forma en que en Merton celebraban las gestas deportivas anuales como si fuera una guerra, y no podía creer a sus ojos cuando notó cuán parecidos eran los humanos a los animales cuando la violencia los visitaba. Las parábolas que de pequeño había oído sobre el comportamiento animal y los peligros que acarreaba juntarse con ellos, eran ahora para él una verdad menos. Tantas prohibiciones eran sólo un miedo a los reflejos en el espejo del bosque. Cegados en sus ideologías endogámicas, la humanidad creía torpemente que el Sol aún brillaba sólo para sus ojos, que la vida por fuera de la especie era un mero ornamento, un capricho que existía como una competencia por la comida y las pocas fuentes de agua no contaminada. Rej veía a los pájaros como el Sol mismo, y aunque sabía ahora que esa misma capacidad de Razón que tanto vanaglorió su especie durante milenios conllevó a una casi extinción total del planeta en una secuencia de bombardeos justificados por artefactos políticos y científicos de poder, no podía evitar pensar en el dolor que sentía adentro con una jaula oprimiendo su intestino, una hemorragia caliente que ya se empezaba a sentir, unos estertores que ya no podían disimular más contemplando en silencio una gesta absurda. Su Razón aún limitada y hasta sinónimo de involución tenía que contrarrestarse con los últimos minutos de luz que tendría Qaidria ese día. Así como las alas para los pájaros, su Razón injustificada tenía que salvarle la vida.

Las miradas bélicas y la ira en las alas, cada embestida y cada ataque teñía las hojas secas. Escondido tras los árboles, Rej sólo esperó un par de minutos más para avanzar. Con cada picotazo, el bosque se llenaba de trinos y sus ecos, el océano emplumado celebraba con ahínco el enfrentamiento y la sangre se asomaba en todas las direcciones. Un viento empezó a soplar desde el norte y las ramas empezaron a mecerse aun más fuerte. Aunque este volvía a estremecer a Rej con aquel horror característico, lo consideró el momento propicio para moverse entre las hojas sin ser escuchado. Asegurándose de su ruta a trazar, abrió la puerta de la jaula de su espalda y alistó la caña en sus manos. Una sola bocanada de aire llenó su pecho a pesar del dolor en el cuerpo, y en un solo gorjeo que se escuchó con gran resonancia por encima de cualquier otro estremecimiento, le dijo al búho que se alzara en vuelo, que ya el Sol estaba por irse, que ya era hora, no se lo decía al búho, el bosque también oía, los encinos se paralizaron, el océano fue una tormenta a la hora de ser intruso, los pasos sobre las hojas y una sola movida de la caña, la puerta se ajustó en la jaula de la vara y el gorjeo dorado se desesperó sabiéndose preso por primera vez en una celda que si apenas era más grande que su cuerpo, no podía extender sus alas, el tiritar de plumas, picotazos en los barrotes, el búho herido entrando de nuevo a la jaula grande, pasos agigantados en señal de huida, un dolor en la cabeza similar al lamento de sus entrañas, un reloj intimidante, el Sol que empezaba a caer, un océano furibundo sobrevolando las hojas ensangrentadas, los pies serpenteando de nuevo los troncos, el camino sin alas, el viento que volvía al bosque una marea, en medio de la huida un intentar abrir la jaula de la caña, unos trinos tras su espalda que se oían más cerca, un odio en el aire, un tiempo orgulloso, el búho que empezaba a desmayarse, difícil misión en plena carrera, buscar un árbol con rapidez, el bosque borroso en sus ojos, el horror de nuevo latente, se detuvo en seco tras un tronco en mitad de la persecución, ya los trinos en su nuca y el odio como cuchillo rasgando la exigua luz de Sol, miró su caña con las plumas doradas como una estela, indefinidas, intranquilas, chillando exasperadas, abrió la pequeña puerta al tiempo que metió su mano y no contó hasta uno para meterse la bola caliente en la boca y tragársela sin masticar. Mientras el horror del bosque empezaba a definir su sonrisa con gorjeos enfurecidos cada vez más próximos, Rej apretaba sus ojos cerrados mientras sentía la bola caliente bajar por su pecho. Finalmente el ave dorada cayó intacta y en completo silencio dentro de la jaula de su estómago, ya sin aletear atemorizada ni clamarle nada al viento impasible. Rej la tenía adentro, la sentía suya, era él, ella era él, ahora tenía las alas, Merton antes de las tinieblas, Merton aún con el Fuego, volver a Merton aún con, el vuelo era palpable, olas de un océano iracundo que ya lo observaba de cerca, la caña de nuevo en su mano y el búho que ululaba despavorido ante la inminencia de los picotazos, era un mar de plumas ardientes y era un mar de Sol que se despedía con soberbia, en la oscuridad Rej sólo atinó a agarrar en su mano-ala derecha el primer pájaro azul que se atrevió a llegar y mirándolo a los ojos arrojó sobre su pico un soplo de vida. El viento se calló para dejar sonar algo parecido a unas alas batir, y Rej desapareció en el aire, dejando la ira en los encinos y la noche destajando las ramas.

27.4.11

Aves para un voraz [capítulo cuatro]

cuatro

Los ojos amarillos seguían entrecerrados. Rej los miraba a través de los hoyos de la jaula, mientras ponía algo de semillas en un cuenco. Arrancó con cuidado tres plumas de su lomo y lijó varias de sus uñas hasta hacerlas mella; luego desmenuzó todo a mano haciendo un polvo amarillo que guardó en una bolsa pequeña. Dejando al búho en un rincón de su taller, volvió a la mesa central y se puso a martillar maderos de nuevo, rompiendo el silencio mortuorio y acostumbrado. Luego de soldar varias láminas de metal, tomó de nuevo las medidas y empezó a ensamblar una jaula nueva.

Junto a una pared del taller, Rej se descamisó ante un espejo y empezó a moldear con pintura una línea discontinua que rodeaba todo su vientre. Comparó su propio cuerpo con unas láminas anatómicas que tenía en un libro y preparó su bandeja de objetos quirúrgicos para empezar el procedimiento. Miró de nuevo la jaula recién ensamblada sobre la otra mesa y acercó una especie de camilla al espejo en la pared, así como un farol de aceite que descansaba en la punta de un soporte de pie, alrededor del cual se disponían otros seis espejos. Luego de aspirar un poco del polvo amarillo, Rej se acostó bocarriba en la camilla, vio su cuerpo reflejado en los seis espejos cenitales y se preparó con una larga inhalación. Primero agarró un bisturí corto, moviéndolo lentamente bajo su ombligo. Suspiró hondamente para soportar el dolor y siguió haciendo pequeños cortes en línea recta sin un asomo de imprecisión. Consultó con frecuencia las láminas de anatomía y sudando en cantidades desahogó por fin un profundo grito de dolor cuando logró hacer un corte sobre los intestinos. Implantó con mucho cuidado los tubos de plástico que había confeccionado y aseguró las junturas con una especie de cera. El dolor era insoportable. Verdaderamente insoportable.

Gimoteando mientras yacía, miró en los espejos su aspecto. Al parecer los tubos estaban listos y la medida era más que justa. Vio sus ojos opacos pero quitó la mirada. Sabía que las horas que vendrían eran decisivas si se decidía a aprovechar, de entre todas, la Hora del Fuego. Controlando su respiración para aguantar el dolor, secó con una toalla la sangre que rebosaba. Hizo a un lado la bandeja de instrumentos y, levantándose, caminó hacia la jaula nueva. Disponiendo la puerta de esta hacia el frente, conectó los tubos de plástico a unas entradas especiales e introdujo la jaula en el hoyo de su vientre, presionando para encajar. Fue rápido por la cera y rellenó los pequeños espacios vacíos. Empezó a tambalear y a hiperventilarse por el dolor. Corrió de nuevo por la bolsa del polvo amarillo y la vació en su boca. Tragándolo, se dio cuenta de que el polvo caía dentro de la jaula completamente intacto. Cargado de frustración, pateó lo primero que encontró, una mesa con unos libros encima. Con la cara mezclada de sudor y lágrimas, sacó el polvo de su jaula y lo echó en un cuenco. Trajo una botella de agua y alcohol y mezcló un poco de cada uno con el polvo para ponerlo luego sobre una lámpara de aceite para que hirviera. Mientras la mezcla empezaba a hervir, Rej vació una gaveta sólo para buscar una jeringa aún estéril, hallándola por fin luego en un anaquel lleno de herramientas y empacada en una bolsa. Sin pensarlo, llenó la jeringa con la mezcla hervida y la inyectó en su brazo izquierdo sosteniendo la respiración, su cara estaba completamente roja, su piel rígida y su cabeza hecha un coloide; veía en el rincón al búho haciendo pequeños movimientos de confusión y emitiendo trinos que acompañaban a sus propios jadeos de dolor. Mientras el ave despertaba, Rej recuperaba poco a poco la lucidez y se recostaba contra la camilla para evitar caer al suelo; el dolor lo centraba en el presente y lo llevaba a olvidar por un momento sus planes. Respirando muy hondo el aire caliente del taller, se decidió a apagar sus antorchas y a abrir la puerta al exterior para dejar el aire correr, no sin antes mirar su reloj.

Ante las estrellas parcas de todos los días, contemplaba cómo el débil ulular de un búho se oía por primera vez en mucho tiempo dentro de los límites humanos de Merton. Casi consumido por la fatiga, no se recostó sobre el suelo de hojas secas para evitar ser atrapado por el sueño y, como él bien temía, por un final mucho más acelerado. Aspiraba la noche y, aunque ya no sentía hambre, quería devorarse al bosque entero. Aplacó su ansiedad y recuperó el aliento. Bajó de nuevo al taller encendiendo una lámpara de aceite y se acercó al búho y su letargo. Al verlo, el búho empezó a aletear muy fuerte dentro de la jaula en casi un ataque de pánico, sacudiendo sus plumas y dando alaridos mucho más fuertes. Rej mantuvo su distancia mientras pedía un poco de calma. Haciendo unos cuantos ruidos con su boca y con sus manos, el muchacho empezó a crear un silbido sosegador, alternando su tempo y nivel hasta lograr un ritmo en degradé hasta el silencio, donde el búho por fin se detuvo aún agitado. De la boca de Rej empezaron a salir entonces otros trinos y gorjeos que formaban una cadena melódica en los últimos minutos de la noche larga en la que la humanidad ahora dormía menos. Mientras el búho lo escuchaba, sonaron a lo lejos los primeros campanazos y alarmas en la ciudad.

26.4.11

Aves para un voraz [capítulo tres]

tres

Acompañado de una antorcha, sus botas pisaron un fango en el umbral de la gran puerta. Tenía las manos ocupadas con una bolsa de zanahorias por lo que sólo pudo saludar con la cabeza al hombre de Rojo que le abrió. Adentro, el camino era igual de conocido al del bosque, transitable de ojos vendados. Rej pasó por todos los controles, escoltado por otro Rojo, antes de llegar a la celda que buscaba en un piso subterráneo. Ya frente a la celda V/Cuatro, no esperó a estar adentro para empezar a saludar a voz en cuello.

¡Maaaaax!

Del otro lado, un anciano bastante arrugado abría con esfuerzo sus ojos para ver quién estaba visitándolo. Al ver a Rej mal iluminado por la luz de fuego del pasillo, se asustó tanto de no saber quién era que cogió uno de sus libros en la cabecera de la cama y lo lanzó a la figura desconocida.

¡Calma, Max, te traigo noticias! Soy Rej.

Max se calmó aguzando la vista. El Hombre de Rojo abrió la celda y dejó pasar al muchacho, quien sonreía socarronamente al viejo asustado.

¿Por qué no avisaste que venías? —dijo Max con una mano en su pecho—. He tenido malas noches últimamente. ¿Qué huele tan mal?

Traje zanahorias, no las lavé, perdonarás.

Max hizo una cara de asco y cogió la bolsa para ponerla en un rincón.

¿A qué vienes? —dijo Max un poco incómodo—. Ni siquiera me arreglé hoy.

A saludar —dijo Rej—. Y a dar buenas noticias. Hoy volví al bosque. Te tendré un regalo pronto.

Bah, sabes que no estoy para rodeos, suéltalo.

Bueno, ¿recuerdas el petirrojo de la vez pasada?

¿El muerto? — preguntó Max peinándose ante un espejo en su pared.

Sí, una lástima tener que matarlo. Las plumas se endurecen cuando se mueren. En verdad valía más la pena conocerla bajo las ramas.

No me pareció tan mal. Y nunca te agradecí traerlo, a pesar de los controles. Bueno, ¿qué pasa con él?

Pues —dijo Rej, mirando con precaución hacia el pasillo—, que no se acerca a lo que vendrá. Y ya hallé la forma de traer uno vivo. No me preguntes cómo…

Bah, no te entiendo —dijo Max parándose con esfuerzo hacia el lavamanos de su celda, donde empezó a mojarse la cara—. Tampoco pido que me traigas nada. Es un muy amable de tu parte, pero te arriesgas con todas estas cosas. Para mí no son buenas noticias cada vez que sales de los límites permitidos, va a estar muy grave si te cogen.

Calma, calma, Max —dijo Rej sonriendo de nuevo—. Tus malas noches son culpa tuya, te preocupas demasiado. He aprendido a moverme con agilidad y me conozco todos los puntos vigilados. Eso lo he aprendido de los pájaros.

¿Qué?

Pues a tener rutas de escape. Las aves tienen como un radar a su alrededor, saben notar los peligros y a evadirlos sabiamente. Sus alas son más que para ver el mundo desde arriba, les salva la vida. De esas necesitas tú, a ver si un día sales de aquí…

Sabes que esas se me cayeron hace mucho —dijo el viejo mirando al suelo, suspirando.

Esa es la base de todo esto —dijo Rej sonriendo al techo con un secreto en la boca.

Max lo miró un momento. Abrió los ojos.

¿Qué me escondes, Rej? —preguntó el viejo sentándose en su cama—. Dime la verdad sobre todos estos pájaros que traes.

Ya te lo he dicho, deja que pasen unos días. No estoy jugando contigo.

Nunca te creí, aunque no te dije nada porque me parecía un buen gesto. Después de tantos años encerrado, volver a ver animales, volver a ver pájaros, me hace recordar el mundo. Aquí adentro mis credos no sobrepasan estos muros, tú lo sabes. Creo que ya se me olvidó el Sol, también. Hace mucho tiempo él se dejaba ver por mucho más tiempo. Hoy sólo es un fósforo.

Ja, si vieras que afuera la gente malgasta la única hora del día que vale la pena. Max, ¿no ves a los pájaros como el Sol mismo? Ellos le cantan en la Hora del Fuego, es el único momento en que el bosque deja de ser sólo viento y ramas. Una vez pasé la noche en el bosque, te conté, no fue tan agradable como esperaba.

Sí, me contaste –dijo el viejo recostándose, le dolía mucho su espalda—. Pero no hablo del bosque o de los pájaros. No creo aguantar mucho más tiempo, Rej, hace varios años que empecé a odiar mis propios descubrimientos.

¿A qué te refieres? —preguntó Rej jugando con sus dedos en el aire.

Yo fui científico, bien lo sabes. Me encerraron cuando decidieron mandar al carajo las investigaciones y los laboratorios y empezar a reorganizar socialmente al mundo. Jamás la ciencia había sido tan odiada después de los grandes bombardeos. Aunque ustedes no saben eso, esa parte de la historia también está prohibida.

¿Nosotros quiénes? —preguntó Rej frunciendo el ceño.

La juventud. Ni siquiera los que ya son adultos. Ni siquiera los viejos.

¿Entonces cómo la sabes tú?

He vivido más de lo que crees, Rej. Yo ya tenía sesenta años cuando el mundo se llenó de bombas y tiranías.

No me subestimes, viejo, yo me conozco la historia de los bombardeos, recuerda que tengo un primo en el gobierno. Pero todo eso es un mito, es como de esas cosas que nos cuentan de niños para asustarnos y controlarnos mientras nos volvemos grandes.

No me subestimes tú, insolente —dijo Max, verdaderamente ofendido—. Yo te cuento la historia porque la viví, los pocos que llegan a conocerla lo hacen de oídas, ni siquiera leyendo porque todo lo que se llegó a escribir, lo quemaron. Hace mucho no hablaba de esto. No hay mucha gente que me visite. De hecho, eres al único que he visto en varios años.

¿Y Karla? —dijo Rej sorprendido.

Karla no viene nunca. Me odia. Mándale saludos míos, si la ves.

Rej calló por unos momentos, pensativo.

Hace un tiempo que tampoco la veo —dijo Rej—. Creo que la enviaron a un cultivo en Bardea. ¿Cuántos años tienes, Max? Me asusta un poco lo de los bombardeos, pensé que habían acabado con la mitad del mundo hace cientos de años.

Mi edad no vale nada. Estos siglos han sido todo un verdadero suplicio para mí…

El muchacho lo miró confundido. Sus dedos estaban tiesos en el aire esperando cuadrar todo en su cabeza.

No sé ni siquiera por qué te confío estas cosas…

¿Y te molesta? Entonces cuéntasela a tus libros, Max. Nos veremos la otra semana.

Rej se levantó ofendido hacia la reja y la golpeó con un botón de su overol para llamar al Rojo.

— No me molesta, no exageres —dijo Max exasperado—. El tiempo ha hecho que conversar para mí se torne siempre en una secuencia de precauciones.

¿Por qué te encerraron, Max? Yo tampoco creí tu historia cuando me la contaste hace mucho.

Max miró al muchacho con mucha vergüenza. Recostado en su cama, le dio la espalda y escondió su cabeza entre sus brazos. Tras un breve silencio, Rej se acercó a la cama.

— Los pájaros son el Sol, Max. Nos vemos en unos días. Tampoco avisaré.

Afuera frente a la cárcel, Rej encendió su antorcha para guiarse. La noche seguiría tragándose todo unas horas más.

25.4.11

Aves para un voraz [capítulo dos]

dos

Sentado sobre su camastro, movía sus dedos sobre sus piernas en la completa oscuridad. Convencido de su total sigilo, Rej ya estaba despierto antes de las primeras campanadas. Hacía en su cabeza mapas y miraba por la ventana, expectante. Allí, tras el marco, lo observaba parcamente un cielo ennegrecido. Al cuarto aviso de las campanas, pisó con sus botas las angostas calles del pueblo y en el camino saludó a unos cuantos conocidos del colegio. Ya mezclado entre la multitud abarrotada y llena de antorchas, en medio de la peregrinación rutinaria, logró hacerse a un lado de cualquier rostro familiar y se ocultó detrás de un árbol, muy cerca del camino escondido. Esperó allí unos cuantos minutos mirando su reloj de cuarzo y contando pájaros en su cabeza, primero de un color, luego de otro. Pensó en apresurarse pero decidió esperar a que el Sol saliera, le convenía más tener el sendero iluminado. Cuando se aseguró de no estar siendo visto, sacó sus manos de los bolsillos de su overol y las alistó para apartar de su camino las ramas, no sin antes burlar la gran cerca que separaba su comuna de los montes de eucalipto.

Conocía tanto el trayecto que podría atravesarlo de ojos vendados. Avanzando con cautela por entre el bosque, a muchos metros de distancia sólo podía escuchar los sonidos de las centrales de energía solar cercanas, pero con cada pisada estos se iban fundiendo entre el sonido del silencio. El bosque evocaba cierta incertidumbre, podría conocer el camino pero siempre lo desconocido era incitación al temor; si bien pensaba que las prohibiciones de Qaidria eran irrisorias, dentro de sí aún pensaba que aquello que no le era permitido transitar poseía un horror maquillado de verde y marrón. Algo a su alrededor lo incomodaba casi hasta la intimidación, pero al notar luego de decenas de zancadas el brillo característico de la bisagra bajo las ramas, detuvo su marcha mientras cambiaba la sospecha por la ansiedad. Sintió hambre. Hizo a un lado el falso pasto que ocultaba la entrada y pivoteó la puerta apresurado, mirando hacia atrás con frecuencia y con la emoción de lo prohibido golpeando sus arterias. Dejándola abierta, Rej descendió a saltos la escalinata y arribó a un sitio inundado en la oscuridad más allá de lo que la luz del exterior dejaba ver. Con pasos memorizados, reubicó varios espejos en el lugar para poder andar con claridad dentro de su taller. El polvo dejaba entrever las formas en el espacio. Cubriendo los mantos de lona y tela, era en la Hora del Fuego donde este retornaba al aire con unas pocas sacudidas, volviendo a reposar sobre el piso y las mesas del taller subterráneo conforme pasaba el día. Aunque la luz expandida por los espejos no dejaba ver los muros, sí se alcanzaban a detallar varios montículos cubiertos con estos mantos de muchos colores, algunos de ellos raídos. Otras mesas exhibían muchas herramientas de mano como serruchos y prensas, clavos, un soldador y muchas cajas sin rotular. Rej, parado en la puerta, se dirigió decidido hacia un montículo a la izquierda de la entrada y tiró sin dudarlo de su lona verde. Revuelto el aire con el polvo removido, aparecía ante Rej la misma jaula de madera que hacía una semana había odiado guardar vacía. Notó en ese momento que el silencio a su alrededor no era algo usual, siempre los trinos acompañaban sus visitas a la guarida, especialmente durante la Hora, cuando había más actividad. Agarró unas tiras que se sujetaban a la gran jaula y recostó todo su peso colgándosela en su espalda delgada. Sudor en su cara, reloj de cuarzo, retraso en el tiempo inclemente. A varios metros frente a Rej, una caña posada contra la pared y recubierta por una lona roja. La tomó dejando en una mesa la lona y se aseguró de que la caña tuviera hilo suficiente. Revisó la pequeña jaula de madera que estaba en un extremo de la caña y confirmó que la puerta estuviese funcionando. Nada había cambiado. Desde un estante en uno de los muros agarró todo el alpiste que le cupo en los bolsillos y unos binóculos que colgaban de un clavo. Miró su reloj de cuarzo y, exhalando un grito ahogado, de un portazo volvió a sumir al taller en el polvo oscuro.

Sin dejarse ver de la gente en las torres altas, Rej anduvo otro tramo hacia el suroeste con la jaula a cuestas y la caña en uno de sus brazos. Con el estómago vacío y callado, el hambre volvió a interrogarlo. Apresuró, entonces, sus pies sobre las hojas secas siendo aún fiel a su sigilo. Jadeando, su camino dio por fin con el río que demarcaba un límite invisible. Y aunque el agua del río había roto el silencio del bosque, del otro lado ya se podía prever quiénes aguardaban escondidos en las altas copas. Cruzando con sus botas las aguas, el bosque mismo era un solo trino, una marejada de preguntas y respuestas que volaban sin palabras. Aunque sabía lo que encontraría, sacó sus binóculos y miró hacia las ramas. Sus ojos se llenaron de plumas en la distancia.

Oculto junto a un arbusto, lo buscaba con las lentes. Sus plumas doradas. Su frente blanca. Sorteaba las copas con la mirada ampliada y sólo veía aves pequeñas de muchos otros colores. Los trinos a su alrededor empezaban a ensordecerlo. Miró alrededor y encontró un mejor lugar de observación a varios árboles de distancia. Apretando la caña con su mano, se movió en puntas de pies. Sin notar su presencia, las aves volaban y saltaban entre las ramas, hablando y cantándose, probablemente conscientes de la posición vasija mientras se dejaban bañar por el Sol. Rej avistó al final de unas ramas a su derecha una pequeña cueva en una montaña de piedra, accesible con sólo un salto. Con el estómago rugiendo de hambre una vez más, se acercó sin hacer ruido y entró a la cueva velozmente. Oculto allí, cuando avistaba a un mirlo azul a varios metros de distancia, algo detrás de él llamó su atención, asustándolo. Al virar la cabeza, un búho marrón aleteó sorprendido y en su afán de retroceder a la oscuridad se golpeó contra el muro, cayendo al suelo. Rej se acercó precavido y con su caña de la pequeña jaula agarrada como un arma. Arrodillado junto al búho, vio sus ojos amarillos entrecerrados; aún respiraba. Le acarició un poco la cabeza, blandiendo en su rostro un gesto maravillado. Eran plumas en su mano, de nuevo. Descargó la gran jaula de su espalda sobre el suelo de la cueva y miró su reloj de cuarzo sólo para sorprenderse una vez más.

Con el bosque inundado de aleteos y trinos, el Sol permanecía ante la Tierra sin ningún atisbo de fugacidad. Le mentía a las aves sobre su perduración y ellas le cantaban por puro capricho. La partida era inminente pero nadie creaba dramas al respecto. Unos cuantos petirrojos dejaron de volar entre las ramas para bajar al suelo del bosque, habían visto allí pequeños puntos que brillaban como perlas con el sol. Bajando en espirales y trinando aun más fuerte para llamarse entre sí, las primeras que llegaron empezaron a comerse el alpiste como en una guerra. Las otras que bajaron alcanzaron a tomar una buena parte mientras otras aves permanecieron en las copas, mirándolas empujarse y dar saltos sobre las hojas caídas. No muy lejos de ahí, los binóculos le dieron la medida y la caña se fue acercando por el suelo a un petiazul que tragaba con voracidad. Al darse la vuelta y ver un nuevo alpiste a unos centímetros, el petiazul dio tres saltos hacia él. Paró de imprevisto antes de comérselo, observándolo todo con rápidos movimientos de cabeza. De repente, sintió cómo un hilo era halado desde detrás de un árbol y cómo luego se cerraba una puerta ante sí que casi lo encierra en una pequeña jaula camuflada entre las hojas. Extendió rápido sus alas huyendo más lejos y trinó en señal de aviso a todas sus compañeras, quienes huyeron en conjunto hacia las copas trinando cada vez más fuerte y formando un verdadero caos en esa Hora tan tranquila. Rej se alertó también y cambió de posición, pensó que un contraataque sería inminente y se preparó para correr, pero miró de nuevo por los binóculos hacia las copas y vio a todos los pájaros huyendo hacia otra parte del bosque.

Frustrado por todo el esfuerzo en vano, pateó el tronco de un árbol y se tiró sobre las hojas para descansar. Estaba muy agitado y su cuerpo seguía reclamándole comida. Tumbado, miró de nuevo su reloj de cuarzo y se intranquilizó al notar que el cielo empezaba a ennegrecerse. Cogió su caña y fue por la gran jaula a la cueva, donde, encerrado, el búho marrón seguía sin despertar. Recorrió aprisa el mismo camino de vuelta hasta su taller, respirando una vez más el horror que aún el bosque no dejaba revelar. Detrás, los árboles volvían a nadar en las tinieblas.

18.4.11

Aves para un voraz [capítulo uno de seis]

Un cuento de seis capítulos que iré subiendo de a poco.

Realizado sobre una ilustración de Juan Sebastián Rubiano, la cual irá adjunta en la última entrega.

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uno

Cuando sonaron las campanas en las Plazas Centrales y las alarmas en los megáfonos distribuidos por todos los centros habitados de Qaidria, el Quinto País, una gran masa de personas salió de sus respectivas casas aún en la oscuridad. Cada cual había despertado al nuevo día con sus capacidades latentes dispuestas para las labores asignadas y, anticipándose al gran momento, la sociedad qaidriana preparaba sus múltiples mecanismos comunitarios y personales para la Hora del Fuego. Al dar lugar el cuarto aviso, las últimas personas que todavía no estaban en posición apresuraron sus movimientos y, una vez más, el Quinto País atestiguaba con la misma maravilla de los días primigenios cómo amanecía.

Sin lugar a esperas, pero sin dejar perder el placer escópico de la primera Luz del día, cada Grupo Organizado de Qaidria relucía sus capacidades ad hoc para la Hora: el Primer Grupo coordinaba el funcionamiento de los paneles que recibían directamente la luz solar y la convertían en energía aprovechable sólo para los consumos humanos de La Cúpula. A su vez, el Segundo Grupo movía espejos y trasluces sobre las mieses de las grandes planicies cultivadas a través del Quinto País, donde crecían mayoritariamente zanahorias, maíz, mandarinas y cebolla, junto a una fruta híbrida entre guayaba y arándano, todo un logro científico.

Pero ninguna actividad de la sociedad qaidriana era tan valorada como la realizada por el Tercer Grupo de personas, el más numeroso. Quienes pertenecían a este se ubicaban justo antes de la Hora del Fuego en los grandes espacios abiertos para recibir sobre sus pieles el milagro de la Luz. Ese día en Merton, la capital de Qaidria, miles de habitantes que se congregaron en la Plaza Central observaban expectantes a la anciana Giul, elevada sobre toda la gente en una tarima de grandes proporciones y acompañada de un potenciador de voz en una de sus manos. Giul abría en ese instante sus labios para dar la introducción.

¡Post nubila foebus! ¡Post nubila foebus! ¡Post nubila foebus, pueblo de Qaidria!

Sin grandes exaltaciones de júbilo ni muestras de enardecimiento, cada habitante aprovechaba a su manera las palabras de la anciana y se dedicaba entonces a poner su propio cuerpo en la posición vasija, casi el primer aprendizaje de sus vidas. Rayos que no podían contarse, el esplendor distante, la luz que tocaba las mentes y las almas de Qaidria, meditabunda justo ahí, en su única posibilidad en todo el día de esclarecerse a sí misma.

14.4.11

La galería de Starálfur Artaud.

Imágenes que desfilan.
Habráse visto...


Una gran silla, que puede también ser vidrio.

Romper las nubes no hace ruido.

Que llueva, que llueva, que llueva.

3.4.11

Dos cortometrajes: "(H)IERO" y "humanxs perfectxs"

Esta entrada es de mis pocas entradas dedicadas al cine, aquello que dizque estudio o dizque veo para estudiar. Pero no hablaré sobre ese que veo para entenderlo o ese que reveo cuando me gusta detenerme en cada detalle, en cada minucia, degustándolo.

Esta entrada, que hablará de 'cine', en realidad no es más que letras acerca de unas peliculitas que he hecho en mis tiempos de devaneo, cuando en realidad sólo me queda el aburrimiento como segunda opción de jobi. Primeros acercamientos, inspecciones estéticas, búsqueda de desencadenamiento a través del montaje y, cómo no, narcisismo oculto.

Vuelvo a colgar a la red, esta vez vía YouTube, mi ópera prima (H)IERO realizada en dosmilnueve cuando cursaba mi primer semestre de Cine y TV. Se trata de un cortometraje "experimental" (como si la palabra le diera profundidad) a modo de visión interna sobre mis actividades, pasiones, desquicios y sinsentidos, todo a través de la voz de otras cosas que no son yo. He andado un poco más hondo en el lenguaje cinematográfico y su verdadero meollo y encuentro un poco fastidiosos ciertos detalles sonoros, ciertas intenciones cromáticas y ciertas reincidencias icónicas; aspectos que definitivamente reconsideraría si fuera un a u t o r r e t r a t o hecho en la actualidad. Pero como cada piedra suelta hace del paseo un paseo, pues vaya paseo el que hago volviendo a ver este corto, analizando mi propio modo de entender la imagen movimiento hace escuálidos dos años. Pero basta de letras, lo que queremos es verme. Bueno, no, eso no queremos. Pero sí echarle un vistazo al asunto:




Bueno, y dejando de lado el corto anterior, hago hoy el estreno en web (!) de otro cortometraje, humanxs perfectxs, el cual realicé en noviembre de dosmildiez tomando como referencia Det perfekte menneske (El humano perfecto, 1967) de Jorgen Leth [ver aquí] y tres preguntas fundamentales surgidas a partir de este trabajo: a) ¿Cómo cae el humano perfecto?, b) ¿Cómo se desnuda el humano perfecto?, c) ¿Por qué la felicidad es tan efímera? De seguro, interrogantes que no serán contestados luego de ver mi cortometraje, pero que se esbozan en esta revisión al deseo del ser humano occidental actual, bombardeado de un lenguaje breve, desapasionado y vacuo que circula a través de la virtualidad. Y sabiendo que YouTube era un lugar de lineamientos conservadores, bastante restringido a un trabajo que puede contener material ofensivo para estómagos godos, Megavideo salva el día. Sin más letra tampoco, ver a continuación cliqueando sobre el círculo rojo:


[EDIT: Por orden del FBI, ya no tengo hoster para mi corto,
así que por ahora no está disponible por este medio.
Tristeza y desolación.]

1.4.11

Letrasuelta no. Uno.

Presenciar, querer presenciar.
Ese instante inmenso,
tendiente a la salvaguarda,
espiral de nudos sueltos
e hilera lúcida de laberintos.

Aquí,
en esta otra y única realidad,
esta útil y propia perspectiva,
esta falsa y suplente mentira,
me quedo pensando leve
en cuán anclado he llegado a estar
en este mar de papel
y su tormenta dibujada a mano.

Aquí,
en esto único que tengo
fracaso y culmino,
acabo y empiezo,
persigo y parpadeo
porque de cerrar los ojos muero
y de abrirlos me alimento.

Aquí,
en esta proximidad,
me hago.