[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

27.4.11

Aves para un voraz [capítulo cuatro]

cuatro

Los ojos amarillos seguían entrecerrados. Rej los miraba a través de los hoyos de la jaula, mientras ponía algo de semillas en un cuenco. Arrancó con cuidado tres plumas de su lomo y lijó varias de sus uñas hasta hacerlas mella; luego desmenuzó todo a mano haciendo un polvo amarillo que guardó en una bolsa pequeña. Dejando al búho en un rincón de su taller, volvió a la mesa central y se puso a martillar maderos de nuevo, rompiendo el silencio mortuorio y acostumbrado. Luego de soldar varias láminas de metal, tomó de nuevo las medidas y empezó a ensamblar una jaula nueva.

Junto a una pared del taller, Rej se descamisó ante un espejo y empezó a moldear con pintura una línea discontinua que rodeaba todo su vientre. Comparó su propio cuerpo con unas láminas anatómicas que tenía en un libro y preparó su bandeja de objetos quirúrgicos para empezar el procedimiento. Miró de nuevo la jaula recién ensamblada sobre la otra mesa y acercó una especie de camilla al espejo en la pared, así como un farol de aceite que descansaba en la punta de un soporte de pie, alrededor del cual se disponían otros seis espejos. Luego de aspirar un poco del polvo amarillo, Rej se acostó bocarriba en la camilla, vio su cuerpo reflejado en los seis espejos cenitales y se preparó con una larga inhalación. Primero agarró un bisturí corto, moviéndolo lentamente bajo su ombligo. Suspiró hondamente para soportar el dolor y siguió haciendo pequeños cortes en línea recta sin un asomo de imprecisión. Consultó con frecuencia las láminas de anatomía y sudando en cantidades desahogó por fin un profundo grito de dolor cuando logró hacer un corte sobre los intestinos. Implantó con mucho cuidado los tubos de plástico que había confeccionado y aseguró las junturas con una especie de cera. El dolor era insoportable. Verdaderamente insoportable.

Gimoteando mientras yacía, miró en los espejos su aspecto. Al parecer los tubos estaban listos y la medida era más que justa. Vio sus ojos opacos pero quitó la mirada. Sabía que las horas que vendrían eran decisivas si se decidía a aprovechar, de entre todas, la Hora del Fuego. Controlando su respiración para aguantar el dolor, secó con una toalla la sangre que rebosaba. Hizo a un lado la bandeja de instrumentos y, levantándose, caminó hacia la jaula nueva. Disponiendo la puerta de esta hacia el frente, conectó los tubos de plástico a unas entradas especiales e introdujo la jaula en el hoyo de su vientre, presionando para encajar. Fue rápido por la cera y rellenó los pequeños espacios vacíos. Empezó a tambalear y a hiperventilarse por el dolor. Corrió de nuevo por la bolsa del polvo amarillo y la vació en su boca. Tragándolo, se dio cuenta de que el polvo caía dentro de la jaula completamente intacto. Cargado de frustración, pateó lo primero que encontró, una mesa con unos libros encima. Con la cara mezclada de sudor y lágrimas, sacó el polvo de su jaula y lo echó en un cuenco. Trajo una botella de agua y alcohol y mezcló un poco de cada uno con el polvo para ponerlo luego sobre una lámpara de aceite para que hirviera. Mientras la mezcla empezaba a hervir, Rej vació una gaveta sólo para buscar una jeringa aún estéril, hallándola por fin luego en un anaquel lleno de herramientas y empacada en una bolsa. Sin pensarlo, llenó la jeringa con la mezcla hervida y la inyectó en su brazo izquierdo sosteniendo la respiración, su cara estaba completamente roja, su piel rígida y su cabeza hecha un coloide; veía en el rincón al búho haciendo pequeños movimientos de confusión y emitiendo trinos que acompañaban a sus propios jadeos de dolor. Mientras el ave despertaba, Rej recuperaba poco a poco la lucidez y se recostaba contra la camilla para evitar caer al suelo; el dolor lo centraba en el presente y lo llevaba a olvidar por un momento sus planes. Respirando muy hondo el aire caliente del taller, se decidió a apagar sus antorchas y a abrir la puerta al exterior para dejar el aire correr, no sin antes mirar su reloj.

Ante las estrellas parcas de todos los días, contemplaba cómo el débil ulular de un búho se oía por primera vez en mucho tiempo dentro de los límites humanos de Merton. Casi consumido por la fatiga, no se recostó sobre el suelo de hojas secas para evitar ser atrapado por el sueño y, como él bien temía, por un final mucho más acelerado. Aspiraba la noche y, aunque ya no sentía hambre, quería devorarse al bosque entero. Aplacó su ansiedad y recuperó el aliento. Bajó de nuevo al taller encendiendo una lámpara de aceite y se acercó al búho y su letargo. Al verlo, el búho empezó a aletear muy fuerte dentro de la jaula en casi un ataque de pánico, sacudiendo sus plumas y dando alaridos mucho más fuertes. Rej mantuvo su distancia mientras pedía un poco de calma. Haciendo unos cuantos ruidos con su boca y con sus manos, el muchacho empezó a crear un silbido sosegador, alternando su tempo y nivel hasta lograr un ritmo en degradé hasta el silencio, donde el búho por fin se detuvo aún agitado. De la boca de Rej empezaron a salir entonces otros trinos y gorjeos que formaban una cadena melódica en los últimos minutos de la noche larga en la que la humanidad ahora dormía menos. Mientras el búho lo escuchaba, sonaron a lo lejos los primeros campanazos y alarmas en la ciudad.

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