[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

30.4.11

Aves para un voraz [capítulo cinco]

cinco

La nueva Hora del Fuego refulgía sobre Qaidria como si nunca la hubiera tocado. El Sol ahuyentó una vez más el frío de Merton pero no pudo hacer a un lado ese horror incierto que evocaban los eucaliptos.

Para cuando Rej cruzó el río, el Sol calentaba los fuertes vientos que lograban colarse por entre las ramas, despeinando su cabeza rubia y, detrás suyo, dentro de la jaula, el plumaje del búho marrón, quien se protegía agarrándose a una vara transversal que Rej había instalado. Aprovechando el gran ruido que producían las hojas secas que volaban por los aires y las ramas que se mecían pasivas ante la fuerza del ventarrón, el muchacho no escatimó esfuerzos en reforzar el sigilo en sus pasos y así pudo moverse más ágilmente por entre los árboles, donde ya empezaba a esbozarse el trino unificado.

Descargando la gran jaula de su espalda sobre el suelo, Rej observó por sus binoculares las copas de unos árboles cercanos. No logró distinguir gran cosa aunque oía aún a las aves cantar. Miró al búho sorprendido; el ave sólo miraba al suelo. Puso de nuevo las lentes en sus ojos y buscó detenidamente en cada rama y cada hoja allá arriba. Empezó entonces a bajar la altura de la vista y recorrió con algo de ansiedad cada rama y cada hoja otra vez. Por fin avistó un pájaro amarillo de cola un poco blanca. Dio un par de apacibles gorjeos al búho y abrió la puerta para dejarlo salir. Su mano en el aire acarició la cabeza con un gesto amigable. El búho ululó en voz baja y cerró sus párpados en señal de asentimiento. Cogiendo su caña de la pequeña jaula y colgándose de nuevo la grande, el muchacho se alejó con pasos cuidadosos mientras el búho se levantaba hacia las copas donde sus compañeras empezaban a disfrutar del baño de Sol.

Oculto tras un árbol altísimo, Rej miraba con frecuencia sobre su cabeza. El Sol a través de las ramas proyectaba en su cuerpo un entramado de sombras. Como una estocada, sintió un dolor agudo en su vientre que lo hizo desconcentrarse. Levantó su camiseta y vio la jaula desencajándose; un trozo de cera fría se había quebrado. Con mucho cuidado, la empujó de nuevo adentro y se mordió los labios para no gritar. Entonces, reloj, binóculos, otra vez reloj, otro árbol, binóculos, dolor, un pechinegro que llegaba junto a otros a cantar, otro árbol, cada vez más cerca, otro pechinegro, dolor, binóculos, otro árbol aun más cercano y otra vez dolor. Manejando su respiración, vio por los binóculos al búho marrón circundando un árbol de encino. Varias tángaras rojas lo rodeaban y elevaban sus cantos aun más alto. En medio del opus de los gorjeos, dulce y con luz propia, Rej se sumía cada vez más en su propia ambición. Siguió con los binóculos al búho y vio que se movía bastante hacia el norte, lo que hizo que tuviera que buscar otro árbol donde esconderse. Cada vez más ansioso, confiaba en que el búho le ayudaría a encontrar mucho más rápido esas mismas plumas doradas y esa misma frente blanca que lo hicieron palidecer la primera vez que las vio. Estaba obstinado en encontrarlo sin más preámbulos y sin ensayos previos, con una jaula presionando su estómago y un reloj, su conciencia. Se estaba haciendo tarde. Y en sus ojos, los árboles empezaron a desdibujarse.

Sudor en su cara. Se limpió con una muñeca y controló su respiración agitada. Tensionó sus ojos cerrados, luego los volvió a abrir. Esperó. Miró cómo las sombras de las ramas le golpeaban en un brazo y con la mano las palpó con mucho cuidado. Las empezó a recorrer con un dedo y de nuevo empezó a contar pájaros en su cabeza. La jaula presionaba su estómago. Respiraba a bocanadas, tensionó sus ojos cerrados y de nuevo los abrió. A su alrededor, el bosque dejó de contemplar el aire cálido y enardeció su horror escondido. El Sol seguía brillando y Rej sentía cada vez más en su piel un hálito de escabrosa frialdad. En la distancia, un chillido y unos aleteos abrumadores llenaron los vacíos. Tensionando su cuerpo una vez más y forzándose a seguir, Rej contó tres pájaros más en su cabeza antes de empezar a correr. Con la caña en su mano, fue más al norte tan veloz como pudo, abrió sus piernas al límite con cada zancada y se aproximó a un lugar donde los árboles crecían más juntos entre sí. Al llegar, serpenteó los troncos y avistó sin necesidad de binóculos cómo un océano de colores se extendía sobre las ramas varios metros arriba. Detuvo sorprendido su carrera ante el espectáculo que los pájaros alentaban con sus gorjeos como en un carnaval de sangre. Justo en la mitad del océano de aves se erigía un gran nido de pajas doradas, las cuales al sol parecía que dieran luz propia, y justo debajo del nido, a ras del suelo, el búho marrón cortaba en vano el aire con sus garras y frente a él, un ave dorada de frente blanca picoteaba a la defensiva mientras chillaba con vehemencia. Aunque el búho era más grande que la pequeña dorada, esta era más ágil y ciertamente más acertada en sus ataques. El muchacho atestiguaba con el aliento entrecortado. La batalla le recordó la forma en que en Merton celebraban las gestas deportivas anuales como si fuera una guerra, y no podía creer a sus ojos cuando notó cuán parecidos eran los humanos a los animales cuando la violencia los visitaba. Las parábolas que de pequeño había oído sobre el comportamiento animal y los peligros que acarreaba juntarse con ellos, eran ahora para él una verdad menos. Tantas prohibiciones eran sólo un miedo a los reflejos en el espejo del bosque. Cegados en sus ideologías endogámicas, la humanidad creía torpemente que el Sol aún brillaba sólo para sus ojos, que la vida por fuera de la especie era un mero ornamento, un capricho que existía como una competencia por la comida y las pocas fuentes de agua no contaminada. Rej veía a los pájaros como el Sol mismo, y aunque sabía ahora que esa misma capacidad de Razón que tanto vanaglorió su especie durante milenios conllevó a una casi extinción total del planeta en una secuencia de bombardeos justificados por artefactos políticos y científicos de poder, no podía evitar pensar en el dolor que sentía adentro con una jaula oprimiendo su intestino, una hemorragia caliente que ya se empezaba a sentir, unos estertores que ya no podían disimular más contemplando en silencio una gesta absurda. Su Razón aún limitada y hasta sinónimo de involución tenía que contrarrestarse con los últimos minutos de luz que tendría Qaidria ese día. Así como las alas para los pájaros, su Razón injustificada tenía que salvarle la vida.

Las miradas bélicas y la ira en las alas, cada embestida y cada ataque teñía las hojas secas. Escondido tras los árboles, Rej sólo esperó un par de minutos más para avanzar. Con cada picotazo, el bosque se llenaba de trinos y sus ecos, el océano emplumado celebraba con ahínco el enfrentamiento y la sangre se asomaba en todas las direcciones. Un viento empezó a soplar desde el norte y las ramas empezaron a mecerse aun más fuerte. Aunque este volvía a estremecer a Rej con aquel horror característico, lo consideró el momento propicio para moverse entre las hojas sin ser escuchado. Asegurándose de su ruta a trazar, abrió la puerta de la jaula de su espalda y alistó la caña en sus manos. Una sola bocanada de aire llenó su pecho a pesar del dolor en el cuerpo, y en un solo gorjeo que se escuchó con gran resonancia por encima de cualquier otro estremecimiento, le dijo al búho que se alzara en vuelo, que ya el Sol estaba por irse, que ya era hora, no se lo decía al búho, el bosque también oía, los encinos se paralizaron, el océano fue una tormenta a la hora de ser intruso, los pasos sobre las hojas y una sola movida de la caña, la puerta se ajustó en la jaula de la vara y el gorjeo dorado se desesperó sabiéndose preso por primera vez en una celda que si apenas era más grande que su cuerpo, no podía extender sus alas, el tiritar de plumas, picotazos en los barrotes, el búho herido entrando de nuevo a la jaula grande, pasos agigantados en señal de huida, un dolor en la cabeza similar al lamento de sus entrañas, un reloj intimidante, el Sol que empezaba a caer, un océano furibundo sobrevolando las hojas ensangrentadas, los pies serpenteando de nuevo los troncos, el camino sin alas, el viento que volvía al bosque una marea, en medio de la huida un intentar abrir la jaula de la caña, unos trinos tras su espalda que se oían más cerca, un odio en el aire, un tiempo orgulloso, el búho que empezaba a desmayarse, difícil misión en plena carrera, buscar un árbol con rapidez, el bosque borroso en sus ojos, el horror de nuevo latente, se detuvo en seco tras un tronco en mitad de la persecución, ya los trinos en su nuca y el odio como cuchillo rasgando la exigua luz de Sol, miró su caña con las plumas doradas como una estela, indefinidas, intranquilas, chillando exasperadas, abrió la pequeña puerta al tiempo que metió su mano y no contó hasta uno para meterse la bola caliente en la boca y tragársela sin masticar. Mientras el horror del bosque empezaba a definir su sonrisa con gorjeos enfurecidos cada vez más próximos, Rej apretaba sus ojos cerrados mientras sentía la bola caliente bajar por su pecho. Finalmente el ave dorada cayó intacta y en completo silencio dentro de la jaula de su estómago, ya sin aletear atemorizada ni clamarle nada al viento impasible. Rej la tenía adentro, la sentía suya, era él, ella era él, ahora tenía las alas, Merton antes de las tinieblas, Merton aún con el Fuego, volver a Merton aún con, el vuelo era palpable, olas de un océano iracundo que ya lo observaba de cerca, la caña de nuevo en su mano y el búho que ululaba despavorido ante la inminencia de los picotazos, era un mar de plumas ardientes y era un mar de Sol que se despedía con soberbia, en la oscuridad Rej sólo atinó a agarrar en su mano-ala derecha el primer pájaro azul que se atrevió a llegar y mirándolo a los ojos arrojó sobre su pico un soplo de vida. El viento se calló para dejar sonar algo parecido a unas alas batir, y Rej desapareció en el aire, dejando la ira en los encinos y la noche destajando las ramas.

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