[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

25.4.11

Aves para un voraz [capítulo dos]

dos

Sentado sobre su camastro, movía sus dedos sobre sus piernas en la completa oscuridad. Convencido de su total sigilo, Rej ya estaba despierto antes de las primeras campanadas. Hacía en su cabeza mapas y miraba por la ventana, expectante. Allí, tras el marco, lo observaba parcamente un cielo ennegrecido. Al cuarto aviso de las campanas, pisó con sus botas las angostas calles del pueblo y en el camino saludó a unos cuantos conocidos del colegio. Ya mezclado entre la multitud abarrotada y llena de antorchas, en medio de la peregrinación rutinaria, logró hacerse a un lado de cualquier rostro familiar y se ocultó detrás de un árbol, muy cerca del camino escondido. Esperó allí unos cuantos minutos mirando su reloj de cuarzo y contando pájaros en su cabeza, primero de un color, luego de otro. Pensó en apresurarse pero decidió esperar a que el Sol saliera, le convenía más tener el sendero iluminado. Cuando se aseguró de no estar siendo visto, sacó sus manos de los bolsillos de su overol y las alistó para apartar de su camino las ramas, no sin antes burlar la gran cerca que separaba su comuna de los montes de eucalipto.

Conocía tanto el trayecto que podría atravesarlo de ojos vendados. Avanzando con cautela por entre el bosque, a muchos metros de distancia sólo podía escuchar los sonidos de las centrales de energía solar cercanas, pero con cada pisada estos se iban fundiendo entre el sonido del silencio. El bosque evocaba cierta incertidumbre, podría conocer el camino pero siempre lo desconocido era incitación al temor; si bien pensaba que las prohibiciones de Qaidria eran irrisorias, dentro de sí aún pensaba que aquello que no le era permitido transitar poseía un horror maquillado de verde y marrón. Algo a su alrededor lo incomodaba casi hasta la intimidación, pero al notar luego de decenas de zancadas el brillo característico de la bisagra bajo las ramas, detuvo su marcha mientras cambiaba la sospecha por la ansiedad. Sintió hambre. Hizo a un lado el falso pasto que ocultaba la entrada y pivoteó la puerta apresurado, mirando hacia atrás con frecuencia y con la emoción de lo prohibido golpeando sus arterias. Dejándola abierta, Rej descendió a saltos la escalinata y arribó a un sitio inundado en la oscuridad más allá de lo que la luz del exterior dejaba ver. Con pasos memorizados, reubicó varios espejos en el lugar para poder andar con claridad dentro de su taller. El polvo dejaba entrever las formas en el espacio. Cubriendo los mantos de lona y tela, era en la Hora del Fuego donde este retornaba al aire con unas pocas sacudidas, volviendo a reposar sobre el piso y las mesas del taller subterráneo conforme pasaba el día. Aunque la luz expandida por los espejos no dejaba ver los muros, sí se alcanzaban a detallar varios montículos cubiertos con estos mantos de muchos colores, algunos de ellos raídos. Otras mesas exhibían muchas herramientas de mano como serruchos y prensas, clavos, un soldador y muchas cajas sin rotular. Rej, parado en la puerta, se dirigió decidido hacia un montículo a la izquierda de la entrada y tiró sin dudarlo de su lona verde. Revuelto el aire con el polvo removido, aparecía ante Rej la misma jaula de madera que hacía una semana había odiado guardar vacía. Notó en ese momento que el silencio a su alrededor no era algo usual, siempre los trinos acompañaban sus visitas a la guarida, especialmente durante la Hora, cuando había más actividad. Agarró unas tiras que se sujetaban a la gran jaula y recostó todo su peso colgándosela en su espalda delgada. Sudor en su cara, reloj de cuarzo, retraso en el tiempo inclemente. A varios metros frente a Rej, una caña posada contra la pared y recubierta por una lona roja. La tomó dejando en una mesa la lona y se aseguró de que la caña tuviera hilo suficiente. Revisó la pequeña jaula de madera que estaba en un extremo de la caña y confirmó que la puerta estuviese funcionando. Nada había cambiado. Desde un estante en uno de los muros agarró todo el alpiste que le cupo en los bolsillos y unos binóculos que colgaban de un clavo. Miró su reloj de cuarzo y, exhalando un grito ahogado, de un portazo volvió a sumir al taller en el polvo oscuro.

Sin dejarse ver de la gente en las torres altas, Rej anduvo otro tramo hacia el suroeste con la jaula a cuestas y la caña en uno de sus brazos. Con el estómago vacío y callado, el hambre volvió a interrogarlo. Apresuró, entonces, sus pies sobre las hojas secas siendo aún fiel a su sigilo. Jadeando, su camino dio por fin con el río que demarcaba un límite invisible. Y aunque el agua del río había roto el silencio del bosque, del otro lado ya se podía prever quiénes aguardaban escondidos en las altas copas. Cruzando con sus botas las aguas, el bosque mismo era un solo trino, una marejada de preguntas y respuestas que volaban sin palabras. Aunque sabía lo que encontraría, sacó sus binóculos y miró hacia las ramas. Sus ojos se llenaron de plumas en la distancia.

Oculto junto a un arbusto, lo buscaba con las lentes. Sus plumas doradas. Su frente blanca. Sorteaba las copas con la mirada ampliada y sólo veía aves pequeñas de muchos otros colores. Los trinos a su alrededor empezaban a ensordecerlo. Miró alrededor y encontró un mejor lugar de observación a varios árboles de distancia. Apretando la caña con su mano, se movió en puntas de pies. Sin notar su presencia, las aves volaban y saltaban entre las ramas, hablando y cantándose, probablemente conscientes de la posición vasija mientras se dejaban bañar por el Sol. Rej avistó al final de unas ramas a su derecha una pequeña cueva en una montaña de piedra, accesible con sólo un salto. Con el estómago rugiendo de hambre una vez más, se acercó sin hacer ruido y entró a la cueva velozmente. Oculto allí, cuando avistaba a un mirlo azul a varios metros de distancia, algo detrás de él llamó su atención, asustándolo. Al virar la cabeza, un búho marrón aleteó sorprendido y en su afán de retroceder a la oscuridad se golpeó contra el muro, cayendo al suelo. Rej se acercó precavido y con su caña de la pequeña jaula agarrada como un arma. Arrodillado junto al búho, vio sus ojos amarillos entrecerrados; aún respiraba. Le acarició un poco la cabeza, blandiendo en su rostro un gesto maravillado. Eran plumas en su mano, de nuevo. Descargó la gran jaula de su espalda sobre el suelo de la cueva y miró su reloj de cuarzo sólo para sorprenderse una vez más.

Con el bosque inundado de aleteos y trinos, el Sol permanecía ante la Tierra sin ningún atisbo de fugacidad. Le mentía a las aves sobre su perduración y ellas le cantaban por puro capricho. La partida era inminente pero nadie creaba dramas al respecto. Unos cuantos petirrojos dejaron de volar entre las ramas para bajar al suelo del bosque, habían visto allí pequeños puntos que brillaban como perlas con el sol. Bajando en espirales y trinando aun más fuerte para llamarse entre sí, las primeras que llegaron empezaron a comerse el alpiste como en una guerra. Las otras que bajaron alcanzaron a tomar una buena parte mientras otras aves permanecieron en las copas, mirándolas empujarse y dar saltos sobre las hojas caídas. No muy lejos de ahí, los binóculos le dieron la medida y la caña se fue acercando por el suelo a un petiazul que tragaba con voracidad. Al darse la vuelta y ver un nuevo alpiste a unos centímetros, el petiazul dio tres saltos hacia él. Paró de imprevisto antes de comérselo, observándolo todo con rápidos movimientos de cabeza. De repente, sintió cómo un hilo era halado desde detrás de un árbol y cómo luego se cerraba una puerta ante sí que casi lo encierra en una pequeña jaula camuflada entre las hojas. Extendió rápido sus alas huyendo más lejos y trinó en señal de aviso a todas sus compañeras, quienes huyeron en conjunto hacia las copas trinando cada vez más fuerte y formando un verdadero caos en esa Hora tan tranquila. Rej se alertó también y cambió de posición, pensó que un contraataque sería inminente y se preparó para correr, pero miró de nuevo por los binóculos hacia las copas y vio a todos los pájaros huyendo hacia otra parte del bosque.

Frustrado por todo el esfuerzo en vano, pateó el tronco de un árbol y se tiró sobre las hojas para descansar. Estaba muy agitado y su cuerpo seguía reclamándole comida. Tumbado, miró de nuevo su reloj de cuarzo y se intranquilizó al notar que el cielo empezaba a ennegrecerse. Cogió su caña y fue por la gran jaula a la cueva, donde, encerrado, el búho marrón seguía sin despertar. Recorrió aprisa el mismo camino de vuelta hasta su taller, respirando una vez más el horror que aún el bosque no dejaba revelar. Detrás, los árboles volvían a nadar en las tinieblas.

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