nunca creí que Cecilita me fuera a marcar tanto, y por eso recibir la noticia de su deceso me recuerda la risa misma de la vida. la conocí como conocí a todas las señoras que moran en ese hogar geriátrico con mi abuela Sofía, saludándolas a la llegada, a la salida, y de vez en cuando en algún entre tiempo cuando me decidiera a dar vueltas por la casa sin saber qué encontrar.
con Cecilita todo fue mágico desde el inicio [y no soy el único que lo dice]: sentada siempre en un extremo del sofá frente al televisor de la sala, con una joroba muy tierna y una mirada perdida, dejaba las horas pasar con pasmos repentinos, gestos de sorpresa como los de una niña y la infaltable llevada del dorso de la mano a su frente, conmoviendo a todos los que la conocieron [a todos sin falta], pues solía acompañarlo todo con una delicada y espontánea [siempre igual de espontánea] risita, sin causa aparente y con cierta magia de permanencia; era una serie de sonidos tan extrañamente joviales en su rostro antiguo, que generaban no sólo un brillo específico en sus pequeños ojos, sino una cadena de risas a su alrededor de quienes se tomaban el turno de sentarse a su lado y consentirla en su dulzura.
estas semanas, y ante las nuevas de mi madre sobre su decaimiento [ojos sin brillo, risa agotada, cansancio visible, estertores], me dije que concebiría su eventual partida como un mensaje trascendente: vivir riendo es ganarse la eternidad. y si conocerla y apreciarla en su pureza* no nos deja una lección sobre la felicidad a quienes compartimos un poco con ella alguna vez, Cecilita no habría cumplido la misión que ingenuamente comandaba en este rincón del universo.
seguiré riendo, sabiendo que ella nunca parará.
*[porque en su estado de conciencia tan misterioso y nublado para mí, donde comunicarme con ella era simplemente cuestión de gestos y vivacidad, las palabras cobraban muy poca importancia.]
La perpetuidad de la sensación. Una sonrisa que crea vida aun sin estar presente tangiblemente.
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