[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

4.10.12

peregrinaje. [relato / crónica / epístola invisible]

recoge las boletas en la taquilla a dos horas de empezar la función. es un tiempo considerable si se está en un lugar ajeno, ni incómodo ni preferido, tan sólo un conjunto de paraderos, alamedas, calles y edificios que significan poco para él, o tal vez mucho, de no ser porque olvida sin decidirlo. [a veces lo acechan las sombras que él mismo creó, pero lo ignora, sonríe, sigue su vida; esta noche irá a teatro.]

      atendiendo de un vistazo hacia el oriente, nota el exquisito rojo que devora las montañas por la luz del atardecer. es un fenómeno óptico que tarda poco y por eso se siente afortunado de presenciarlo tan de cerca, bajo un cielo inusualmente desprovisto de nubes [sólo se asoman unas cuantas en el horizonte del otro extremo, pintando el lienzo azul con magentas, amarillos, cremas]. entonces reflexiona: ¿hace cuánto no presencia un atardecer como su plan de transición entre las horas? durante los meses recientes, verlo era el más bello accidente, casi un descanso en medio del transporte abarrotado al final del día, un instante de placer contemplado a la distancia.

      cree, entonces, conveniente ascender las calles hasta un punto considerablemente elevado, superior al promedio de los techos de la zona [la cual, es de aclarar, está al pie de la montaña y por eso su extraña topografía]. para ello, camina en dirección de los cerros enrojecidos y contempla, durante el camino, su lento degradé hasta el verde más oscuro posible: el sol ya casi muere, debe apurarse si lo quiere alcanzar a ver. aprieta su paso para llegar más rápido a pesar de los jadeos que ya empieza a exhalar, ajusta las correas de su mochila por puro aerodinamismo ingenuo y mira constantemente hacia atrás para asegurarse de estar logrando el mayor rango posible del horizonte, superando la silueta de los molestos edificios bancarios o las torres empresariales. 

      como confía en el acto de caminar como vía de meditación breve, silenciosa, hasta existencial, deja activar sin quererlo las imágenes del pasado para hallarle otro sentido al sendero. recuerda, efímera y difusamente, su último atardecer visto con ese empeño añorado. era un jueves. estaba acompañado esa vez, aunque ninguno de los dos conocía el camino. al no poder guiarse entre sí, caminaron esa tarde por una calle cualquiera hasta un parque cualquiera y se sentaron a hablar de lo que habla todo el mundo la primera vez que comparte tiempo juntos en un día cualquiera: el pasado, el presente, el futuro, los sueños, las desilusiones y las grandes esperanzas. escucharse y disfrutarlo: ese fue el tesoro que le dejó febrero. "febrero...", piensa, "siete meses sin despedir el sol". lejos de abatirse, se empeña en cruzar la última calle antes del riachuelo; ya logra ubicarse espacialmente: ahí están el tronco que cruza el cauce, el camino de piedras, los barandales de madera, el parquecito infantil y los ladrillos con forma de anfiteatro. no cupo duda de ser el lugar que alguna vez visitó y camina hasta los ladrillos para allí sentarse.

       y sí, ahí están el mismo cielo desnudo sobre su cabeza y el recuerdo aniñado de su último atardecer. pero de atardecer nada: no es ese el lugar elevado en el que consideraba permanecer sus dos horas de licencia, justo entre él y el sol hay una serie de altos edificios residenciales que interrumpen como un gran telón la visión de la última luz del día, trayéndolo de inmediato a pensar en las decepciones de la propia memoria. de nuevo no se abate, ha llegado hasta ahí por algo, sigue habiendo bellos accidentes en sus horas. por lo menos, puede disfrutar la luz que perfila las construcciones y escuchar cercana el agua bajando por entre las piedras.

      pero entonces, ¿por qué el recuerdo del sol sobre esos ladrillos, el recuerdo del sol sobre la cara de su acompañante aquella tarde de febrero? busca, estando de pie, el resquicio que le daría la respuesta. ante él está una delgada línea que conecta el horizonte con el anfiteatro, una brecha minúscula entre las fachadas de dos edificios, lo suficientemente ancha para dejar pasar un único haz de luz a contados minutos del atardecer. entonces todo está claro: esa tarde de febrero, tan exquisita y fresca todavía en su cabeza [a pesar del descuido de pensar que avistó un atardecer en todo su esplendor y no tan sólo un fragmento], esos edificios que obstruían la última luz habían sido como los parales de los relojes de sol, indicando con su sombra una hora precisa o una cuenta regresiva. ese día, aquel jueves, se dejaron bañar por el oscilante chorro que pasaba por el resquicio, como si fuera la última ola de un mar que no volverían a ver. este recuerdo hermoso de una cortina luminosa condenada a extinguirse en el parque de un lugar cualquiera de un jueves cualquiera, es ahora una de sus tantas certezas y de sus tantas alegrías, tan intensas como para volver a recordarlas como parte de un todo, merecedoras de sus más humildes [y bellamente accidentados] peregrinajes.

      ya la noche coge ventaja, a pesar de no encenderse aún el alumbrado de los faroles. la luz azulada tan intensa de esa hora lo reconforta por unos instantes y respira hondo antes de partir hacia la función de teatro [que a final de cuentas, y para los efectos de esta historia, no logra convertirse en el centro puro de su día ni en el meollo del resto de su año, sino en una excusa fácil para haber vuelto, como en la canción, a ese viejo sitio donde amó la vida]. caminando en bajada, pasando de nuevo el tronco sobre el cauce y cruzando la calle que lo devolvería al ruido de las avenidas a la hora pico, sabe que ese ritual fortuito de regresar sobre sus pasos no estará completo si no se lo cuenta al compañero de ese entonces, donde quiera que esté. porque a pesar de que en la época en que compartieron ese mágico y breve ocaso sus vidas eran un archipiélago inconexo, territorios de lenguas disímiles, cultivos de inciertas hortalizas, siete meses fueron suficientes para forjar lo que él consideró una beneficencia del tiempo, un regalo insospechado pero altamente agradecido... pero hoy, estando solo en aquel parque, lo colma la seguridad de haber retornado a la nada -o tan sólo su disfraz-. 
"implacable
tiempo
mudo,"
piensa, como escribiendo un poema,
"¿por qué permites
que la imagen
se diluya
ineluctable,
mientras
la veo irse
sin otro huésped más
que el suplicio?"


      se encuentra con la compañía para esa noche teatral, charlan con un café, ven el monólogo como románticos apasionados del arte y luego se despiden a sus moradas con más planes en las conciencias. de nuevo solo, en el viaje hacia su casa, sigue preguntándose muchos porqués. muchos, con el del silencio a la cabeza.


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