[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

3.7.10

Hombre con hambre, cigarro


Deambulando y cayendo. Callendo, más hondo, más a la baranda, más a la acera, más al caño y, por último, más al túnel, más al túnel.

El Hombre salía sin horario rutinario del túnel redondo, redondo, sin fondo aparente desde afuera y a plenas diez de la mañana. Bostezaba sin ganas (como si para eso se requirieran) y sin nada pendiendo de su cuello subía las laderas asfaltadas del caño y pisaba sin ganas (como si para eso se necesitaran) la vía negra de tres carriles.

Boyacá. La vía recibía un nombre igualito al de un departamento cercano. El Hombre pasaba con frecuencia un dorso por su mejilla, en parte rascándose una picazón de varios días, en parte quitando las huellas de polvo en su cara. La fuerza de sus dorsos se evidenciaba en una casi televisiva manera de limpiarse a sí mismo, de arriba hacia abajo, haciendo desaparecer como por magia de detergente toda esa armadu ra mugrosa, ese maquillaje hosco de hollín, de olla.

Rápido rodaban los carros por tres carrileras sin rieles donde se zigzagueaban a su antojo entre sí, rozando los conos naranjas de los podadores de pasto que trabajaban cerca, las vallas de desvío avisando las obras viales, los calibradores de ruta de bus que se paraban como fantasmas en mitad del camino... El Hombre había pisado el mundo del pito y el semáforo.

Caminando entre los carros, aletargado, el Hombre miraba cuidadosamente ventana por ventana. Parecía como buscando mirada alguna, parpadeo contemplativo, traslúcidos ojos que subyugaran vidrio delgado y grueso: buscaba reconocimiento. Ante la verdad ineluctable del hambre, su pedido debía superar la simple mirada fija a través de los cristales y pasar a la palabra. Ignorancia de los de adentro, cuyos vehículos eran carros o camionetas, de que el vehículo del mendigo era la necesidad.

El Hombre llevaba puesto un pequeño gorro verde, ahora negro por culpa de la ciudad. Bailaba los bambucos de su región en las cantinas que quedaban sobre la carretera de su vereda, junto a sus compadres labradores y su mujer amante (mujer y amante, la misma persona). No se excedía en licor ninguna de las noches que allí pasaba, no era un hombre de vicios ni de caprichos. No era un hombre de despilfarros en ocio o en hedonismos. No era un hombre de violencia ni de imprudencia. No era un hombre de sacrilegios ni de pecados. Era un tiempo verde, ahora negro por culpa de la desmemoria.

Una mano sobresalía de un carro en una esquina, bienintencionada en dejar caer tres monedas. La mano del Hombre llegó a tiempo para agarrarlas, antes de que el tráfico avanzara de nuevo. Eran las once y el trancón tenía cara de no querer descansar. Al Hombre no le agradaba del todo la idea de tener que moverse todos sus días por la calle. Esa masa de pavimento y pintura era una insaciable boca hambrienta, con dientes en las esquinas y múltiples gargantas, antropófaga y sociópata. Esta hostilidad era para el Hombre su mayor angustia, sobrepasada sólo por las imágenes que le venían en la noche, en el día, en la media tarde y a cualquier hora que visitara el redondo redondo túnel sin fondo. Ignorancia suya la de no entender ese túnel oscuro como una garganta menos benévola que la calle misma, que si de por sí el infierno de pitos, semáforo y cemento era un ahogo impuesto, el infierno de pipas, perica y pegante era un ahogo consciente. Su vida era una muerte cada noche y, lo que es peor, una nueva vida al inicio del día siguiente, un eterno pendular de infierno oscuro a infierno iluminado, un vivir caducando lo poco de lo que se podía agarrar: su discernimiento.

En el redondo, el Hombre solía adentrarse casi quinientos metros hasta el mayor asentamiento que conocía bajo la Avenida Boyacá. Aunque era su refugio contra el frío de las noches (mas no su lugar de descanso), prefería cargar todo el tiempo consigo sus pertenencias: poca ropa y una dosis renovable. Antes tenía una cobija que dejaba en su guarida durante el día mientras buscaba huir de la pesadilla del hambre afuera del redondo, pero un robo ocasionó que su filantropía se desvaneciera como el humo que inunda la olla, un humo huésped casi anfitrión. Con la confianza en los otros perdida, sólo podía permitirse confiar en sus recuerdos de labrador, de sus compadres, de sus bambucos y de su mujer amante, imágenes ahora carbonizadas en el fuego del desarraigo, la impunidad enterrada, el vicio depredador, la necesidad de sobrevivir en medio del abrazo de la oscuridad del túnel.



Otra mano aparecía sin avisar por una ventana de un carro pequeño, otras dos monedas más para los bolsillos. Dieron las cuatro y el Hombre sólo había logrado reunir lo suficiente para satisfacer a su estómago ácido; no le quedaría para la dosis de esa noche. Compró dos bolsas de pan y se sentó en la ladera del caño a observar cómo iba avanzando el sol hacia su propia muerte mientras comía. Masticando solo, se detuvo a observar las manos que sostenían el pan. Detalló la mugre en las hendiduras, las manchas en las arrugas, las líneas cansadas de sus dedos callosos, testigos del arado y el machete en un tiempo ahora negro. Esas huellas en sus manos le hicieron caer en la cuenta del tiempo que había pasado desde que ascendió del infierno oscuro, hacía ya unas horas. Dejó el pan a un lado mientras contemplaba aún sus manos y al alzar un poco los ojos encontró en el suelo del caño un charco de agua. Avanzó con algo de torpeza hacia él y al alcanzarlo empezó a lavar sus manos lentamente, intentando liberar a sus arrugas de la cárcel del tiempo, de la hoguera de sus días, del peso desmesurado del hambre que su cuerpo gemía por acallar. Estas líneas cansadas, estos surcos de carne añeja, estos desagües de agua seca: todos se aferraban rebeldemente a la suciedad. Era una batalla del cuerpo contra el amo, del esclavo contra el Hombre. El cuerpo se vengaba por fin del atropello del desahucio, sufrido desde que el amo tuvo que huir de la vereda tras un fuego cruzado del que era ajeno. Aunque la huída del labrador no fue a voluntad sino una sinsalida, ignorancia del cuerpo la de no discernir por qué ahora no se come, por qué ahora toca recurrir a supletorios. El hambre era ahora saciada a punta de polvos, pipas, pegante y pepas, era una decisión de engañar al estómago y de engañar a la vida y de engañar a la verdad. Era una protesta contra la supervivencia, era un hedonismo y a la vez una camisa de fuerza, era un ansia irremplazable que tomaba como excusa el no tener comida para alimentar al cuerpo. El por qué se decidía residir en un ahogo consciente y no en un ahogo impuesto, era que el consciente se tornaba inconsciente gracias a los efectos de los supletorios. No sentir que se sufre era lo mejor de sus noches, el descubrir que seguía vivo era lo peor de sus días. Sus arrugas se mantuvieron sucias. Su deseo de limpiarse cesó cuando dieron las cinco.

Se acercaba la noche y le angustiaba la idea de tener que sufrir esa noche totalmente lúcido. No ansiaba otra cosa que olvidarse de que estaba vivo, de no tener que rendirle cuentas a su intestino furibundo, de no tener que cargar el peso de ser un hombre con hambre que deambulaba sin rumbo y sin fin en medio de una garganta asfaltada que lo digería cada vez más y más y lo convertía en mierda seca y agria a cada paso que daba. El cielo sobre su cabeza, ya morado, ya naranja, ya de noche y sin vida, le recordó que era un hombre, que estaba en el mundo, que seguía vivo y que era consciente de estarlo. Y él no podía hacer nada ante eso. Nada que no supusiera el término de sus pasos, de sus aspiradas de popper, de las arrugas de sus manos sucias, de sus noches inconscientes. Nada que no consistiera en convertirse en su verdugo. Y ya no era el infierno de la calle lo que más le angustiaba, sino el deseo de querer mezclarse con él por necesidad.

Necedad. Encontró una moneda de doscientos pesos tirada en un lado del caño. Consideró un último placer, lejano a los de rutina. En un puesto ambulante en una esquina compró el único cigarrillo de tabaco que podía costearse con eso y pidió candela y se alejó hacia el caño, el purgatorio entre dos infiernos, el único ambiente neutral que conocía cerca. Chupada tras chupada, miraba el cigarro entre sus manos llenas de historias. Lo miraba y le agradecía por dejarlo en paz con sus intestinos furibundos. Lo miraba y le agradecía por hacerlo recordar cómo fumaba su mujer amante cuando cocinaba en el tiempo que era verde. Lo miraba y se agradecía por haber tomado una decisión sin pegante en la cabeza. Lo miraba y miraba su consunción. Su ceniza roja irse con un viento ingenuo. Su tamaño reducirse con orgullo.

Lanzó lejos el filtro aún encendido, ya le había servido un tiempo prudencial. El Hombre no volvió a levantar los ojos al cielo represivo, era ahora más amigable el asfalto que tanto odió los últimos años. Ascendió unos metros hacia el infierno de la calle. Sobre esa garganta negra rápido rodaba un carro, aproximándose. Saltó la baranda cerrando los ojos, bajó a la calle decidido y sin ver y se detuvo en el carril del medio a punto de saciar un hambre que no era la suya y aspirando la ciudad en llamas.

Abrió los ojos y se encontró en otro redondo, lejos de toda oscuridad.

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