[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

10.1.12

cerrado. [ficci-epístola con relato]




Querida y estimada Enruclida:

te voy a contar una historia muy linda, muy bella, muy cándida.

Ramiro, un chico de escasos años y mucho pelo en las axilas decide hacer una instalación para una clase de su universidad. Empaca la noche anterior en su maleta muy grande, muy pesada, muy amiga, sus mil artilugios y mecanismos cargados de su propia catarsis, obligados a disponerse para provocar cierto pasmo. Tras presentarla a sus compañeros de salón y obtener comentarios ácidos de su profesor, Ramiro sale lleno de pintura en todo el cuerpo, producto de su torpeza con los aerosoles. Quiere irse a bañar a su casa y pasar el resto de la tarde leyendo para acabar sus trabajos, los cuales ha aplazado un tiempo más que prudente. Cuando decide partir cargado con los mismos mil elementos en su espalda, una elucidación lo golpea de costado con la terrible noticia de haber extraviado sus llaves. Ramiro se muerde las uñas, exuda pánico y no para de quejarse con todo aquel con quien se encuentra en la ruta hacia la mesita de las llamadas, en una esquina cualquiera. Sabiendo que ese día sus tíos volverían de su viaje fuera de la ciudad, Ramiro telefonea para avisarles que se ha quedado sin llaves y que espera verlos esa misma noche. Burlándosele el cielo de frente y sin clemencia, sus tíos le cuentan que han aplazado su regreso y que hoy nadie le abrirá la puerta. Ramiro entra en crisis. Sus escritos inacabados. Su cuerpo untado. Sus ganas de dormir.

La decisión última de Ramiro queda en manos de un cerrajero, alguien experto en tumbar las murallas de su propia cueva. Ramiro le pregunta a su tío si puede gestionar la ida de uno de ellos a la casa, cosa que su tío atiende con gusto y en menos de los que pasa una nube. Satisfecho, nuestro amigo parte entonces hacia su hogar, gasta dos pasajes para llegar más rápido, soporta el bochorno de la media tarde y llega al encuentro de su querido compinche, el señor Gustavo, un alibabá de bigote y manos habilidosas. Unas cuantas palabras, un subir del ascensor y helos allí, parados en un descansillo, oyendo los martilleos retumbando, un taladrazo que tumba con pericia el pestillo, y por último, un chirriar de bisagras que deja pasar la luz de la ventana de la sala.

Lo que no tenía costo en un inicio, requiere un cambio de chapas, de guardas, de llaves, por un valor casi igual al de un mercado para una semana. Ramiro se resigna a pagarlo todo y espera al señor Gustavo mientras va hasta otro barrio por los repuestos de la puerta guardiana. Nuestro amigo, pensando en lo mucho-o-poco que hubiera hecho con ese dinero de no haber perdido sus llaves, hace de cuenta que compró ese libro que le regalaron y que nunca leyó. "Será una buena razón para transitarlo", se excusa, y abre su gran maleta para reordenar lo usado en su instalación. Afuera las cuerdas, los telones, las sobresábanas y las latas de pintura; luego la cámara que no usó, los bafles que sonaron pésimo y la linterna que ni se notó. Pero bajo los pañuelos rojos y las puntillas tres-cuartos-de-pulgada que sirvieron de sostén en la pared para un marco de madera, su llavero verde y sus dos llaves cuadradas lo miraron adormilados en el sueño del fondo de una maleta muy grande, muy pesada, muy traidora.

El señor Gustavo vuelve, hace el intercambio con toda su paciencia y cobra con una gran sonrisa. Pide permiso antes de salir, pidiéndole a Ramiro que pruebe cada llave nueva, no vaya a ser que el trabajo haya quedado mal hecho.

Ramiro no prueba nada. Entra en la ducha pero la pintura no cae.

Como ves, Enruclida, la vida de Ramiro se parece mucho a la tuya o a la mía, cuando hacemos de los olvidos o descuidos, materia prima para párrafos cargados de ironía. Algo de qué reírse cuando hay menos plata en la billetera y muchas ganas de morderse los codos.

Un gran beso, te quiere,

Bonisfecho.


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Mi muy apreciado y adorado Bonisfecho:

Historias como estas me llegan al alma, me recuerdan el encanto de este lugar del cual siempre huyo y al final siempre busco regresar. No crea usted mi querido amigo que ha sido en vano tan ardua labor la de este compinche Gustavo. Probablemente antes de recibir aquel desesperado llamado de auxilio, estaba sentando en un lugar cualquiera de esta enorme y triste aglomeración de desesperanzas, pensando como conseguir algo de sustento para aliviar sus preocupaciones momentáneas. O probablemente estaba a punto de cometer algún acto suicida al ver que nadie requería de sus extraordinarios servicios porque ya nadie pierde sus llaves con frecuencia. Usted me entiende, no son buenos tiempos para estar dejando las llaves por ahí colgando de cualquier cuerda en la imaginación de un joven que gusta de hablar con el cuerpo para mostrar su bella alma. Solo le puedo decir querido Bonisfecho que el pobre Ramiro es el único culpable de salvar a un pobre hombre de perder su magia, y probablemente por tanta pintura en el cuerpo no se dio cuenta en qué momento su alma se escapó por un segundo y colocó sin ninguna premeditación o mala intención aquellas llaves ahora obsoletas que deberá guardar como un buen amuleto. Y con esto me despido, confiando en que mis humildes palabras logren robarle otra sonrisa más para este mundo gris que compartimos usted, yo y ¡otros cuantos millones de almas más!

Con todo mi amor, su humilde consejera,

Enruclida

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