[el blog de como cuando uno suele por tendencia tratar de evitar caerse cuando como por error se tropieza con un borde de esos pequeños y escondidos y uno intenta sortear entonces la caída que le sigue y cuando sabe que no puede esquivar el golpe del piso le toca como girar para caer sobre el brazo protegiendo el pecho o con los brazos primero como queriendo ser fuertes pero el dolor igual se siente y ya cuando uno deja de pensar en cómo recibir el totazo es que se está o sobando o queriendo levantar]

30.6.11

La estrellita empantanada. [artículo]

Este año tuve la posibilidad de publicar tres artículos y un cuento en los cuatro números que salieron de la Publicación Interuniversitaria Ex-Libris en su año 19, distribuidos gratuitamente durante la 24a Feria Internacional del Libro de Bogotá en mayo de este año.

Publico aquí el primero de los artículos, escrito para el número 0, acerca de Andrés Caicedo, uno de mis autores malditos favoritos. Aunque publique aquí el artículo completo, tal cual se pudo leer en la edición impresa, también puede echarse un vistazo a la edición virtual:
http://www.publicacionexlibris.com/ (hacer clic en la barra magenta que dice "Personajes", costado superior-derecho.)


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Edición impresa - cinco de mayo, dosmilonce
Ilustraciones: © Carito Alarcón


por Iván Reina Ortiz

Cinéfilo caníbal, tartamudo, amante del terror y la rumba, ávido devorador de ficción siniestra, angelito de ojos turbios y actor de teatro en llamas. Adjetivos, sujetos; características accesorias. Es difícil encajonar a Andrés Caicedo en una lista o corriente. Encajonarlo sería eso, meterlo en otro cajón en el cual bailar una segunda muerte. ¿Cómo desmenuzar una personalidad compleja que desnuda un desespero en cada párrafo eternamente adolescente, aniñado? ¿Cómo, siendo sólo uno de sus lectores silenciosos, de los pocos curiosos que se adentran en sus textos perdidos y sus subtextos catárticos, se pretende llegar a una verdadera comprensión que se desligue del fanatismo identitario?

Uno de los caminos que cualquier lector mudo encontrará más despejado para una comprensión general de la obra de Andrés, es el de analizar una relación directa y coherente entre su temor a la vejez y la escritura como obsesión. Para su edad, Andrés era un erudito en su propio desinterés, era un reflejo que nunca escogió serlo y un ícono que, admitámoslo, tuvo que morir para catapultar su propia obra en prosa, ensayística y de crítica cinematográfica hacia una nueva posición de literatura del mártir, o literatura de la ausencia. Ese desespero característico, despojado del ahogo y arrojado al papel en un rasguño sostenido, sería la constante generacional que emularía los estilos oscuros y opresivos de los relatos de H.P. Lovecraft o Poe ambientados en el clima húmedo y caluroso de la Cali que alguna vez caminó. Aquella Cali, ciudad ingrata de gritos mudos, aquellas calles y Sears y rumbas en el Pance, al son de un buen ‘viaje’ y en medio de la turra de un buen guaguancó.

El estilo del Caicedo que se capta en sus textos retrata la imperiosidad de una vida dedicada al día tras día, a la entrega a los placeres burlando modos de deber-ser ‘maduros’, a la conciencia encarada de la fugacidad de la juventud, y a las máximas contraculturales de que la juventud es la vida y al revés. El desenfreno en los textos de Caicedo no es ni lo que mueve sus narrativas ni lo que provoca su lectura, sino un motor ubicuo difícil de posicionar en la esfera del propio universo, una constante que toma a los personajes como la fachada de un viejo edificio que lentamente es comido por enredaderas. Caicedo, trasluz de los años sesenta y setenta, fue fiel a su tiempo, la época, y a su tiempo, los 25 años que decidió cumplir en vida. Fuera o no una insensatez querer crecer a pesar de la fugacidad, Caicedo tenía claro desde su más primigenia etapa creativa que la trascendencia la encontraría en la obra esculpida, aquella que dejaría sobre la Tierra para nutrir su propia angustia. Que la trascendencia llegase por una aceptación consensuada del entorno (estando vivo o no) resulta una aporía en el propio universo que Caicedo planteaba, aquel donde el momento justo tenía su perfección en su corta luminosidad, un carpe diem impulsivo y orgánico.

La deificación del mito caicediano obedece, entonces, a esta contradicción más que al propio mérito que se le reconoce como escritor. Ni siquiera porque su narrativa sea floja o sus personajes desdibujados, ni siquiera porque la cotidianidad que salpica su universo sea en ocasiones un delirio injustificado. Se trata de encontrar en una figura genial como Andrés a una estrella anacrónica y accidental que nunca pudo o podrá dar opinión alguna sobre las generaciones que inevitablemente influenció, pues al mejor estilo de Kafka o Van Gogh, la verdadera comprensión externa ha sido encontrada, en la finitud, involuntariamente.

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